Los exitosos ataques ingleses al Caribe
español y el fracaso de la Empresa inglesa fueron compensados con la
llamada Contraarmada, que devino en un desastre casi de la misma
magnitud que el de Felipe II (la flota anglo holandesa perdió al 70% de
sus hombres), y en una serie de victorias españolas a lo largo de la
siguiente década
La
guerra anglo-española iniciada en 1585 ha quedado en el imaginario
popular como el principio del fin de la hegemonía militar española y
como el arranque de la imbatibilidad naval de los británicos. Pero leyendo la letra pequeña se advierte que al Imperio español aún le quedaba cuerda para rato. ¿Cómo es posible que España saliera derrotada de la guerra y, a la vez, las condiciones del Tratado de Londres
fueran favorables a este país? ¿Pudo aquella guerra ser el amanecer del
poder británico si en 1625 perdieron de nuevo otra guerra de forma
humillante?
Desde la muerte de su hermanastra María (la esposa de Felipe II), Isabel I comenzó a perseguir a los católicos de puertas para adentro y alinearse con las fuerzas protestantes en el resto de Europa. El conflicto abierto entre Isabel I de Inglaterra y Felipe II de España era así inevitable, siendo el casus belli el apoyo inglés a los protestantes en los Países Bajos, bajo la soberanía hispánica, y el envío de tropas y dinero de forma no oficial para la causa del rival de Felipe II por el trono portugués, Don Antonio. Si bien la Corona inglesa prestó toda clase de apoyo a los principales enemigos de España, no fue hasta después de la conquista de Amberes, en manos rebeldes, que la presencia militar inglesa junto a las tropas holandesas se hizo oficial y continuada con la firma del Tratado de Nonsuch.
Los rumores de que Felipe II planeaba envenenar a la Reina y sus constantes injerencias en los asuntos isleños elevaron las amenazas. Así las cosas, la guerra comenzó oficialmente en octubre 1585, cuando el pirata Francis Drake navegó por la costa oeste ibérica, saqueando Vigo y Santiago de Cabo Verde, además de intentar hacer lo mismo en La Palma, donde el asalto no tuvo éxito. En el Caribe capturó Santo Domingo y Cartagena de Indias y San Agustín (en la Florida). Fue aquí donde Felipe II comenzó los preparativos de la mal llamada Armada Invencible para trasladar parte del ejército en Flandes a Inglaterra y derrocar a Isabel I para colocar en su lugar a alguien favorable a la causa católica.
Durante la operación, en 1588, los ingleses no pudieron hundir prácticamente ninguno de los galeones españoles, auténticos castillos flotantes, pero el comandante español, Medina-Sidonia, no alcanzó a «darse la mano» con los ejércitos hispánicos en los Países Bajos y se vio forzado a bordear las Islas Británicas. Los arañazos alcanzados por los buques ingleses y las tempestades fueron transformando los barcos en ruinas flotantes. La defectuosa cartografía portada por los españoles fue el golpe de gracia para una travesía a ciegas por las escarpadas costas de Escocia y de Irlanda. Allí ocurrió la auténtica catástrofe: de las 130 embarcaciones enviadas se hundieron 35, siete en el Canal y en el Mar del Norte y 28 como consecuencia de los temporales.
Ambos países vivían momentos económicos precarios, pero la paz era imposible mientras vivieran los dos cuñados, porque se odiaban a muerte y estaban demasiado viejos para perdonarse los errores del pasado. Así las cosas, Felipe II murió en 1598 e Isabel Tudor cinco años después. Entonces sí fue posible que los nuevos soberanos finalizaran un conflicto que se alargaba sin rumbo y sin acciones en curso. Jacobo Estuardo, Rey de Escocia, sucedió a la «Reina Virgen» al frente de Inglaterra. Al final de su vida, la propia Isabel había aceptado que le sucediera el hijo de su otrora enemiga, María Estuardo, a la que ella mismo había ordenado ejecutar en 1587. Jacobo I se escudó en que él, como Rey de Escocia, no estaba en guerra con España y, dado que no se podía separar al Rey de Escocia del de Inglaterra, eso significaba que tampoco Inglaterra estaba en guerra con España. Este gracioso galimatías tardó menos de un año en materializarse en una paz duradera.
Los consejeros de Jacobo también estaban deseando firmar. Y el único con ciertas reservas, Felipe III, terminó cediendo al recordar tal vez que su padre ya no podía reprocharle nada, pues prefería callar, como es costumbre en los muertos. Las negociaciones llevadas a cabo en Somerset House desembocaron en el Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604, donde los españoles se presentaron con dos delegaciones. Una representando al Rey de España, encabezada por Juan Fernández de Velasco y Tovar, y otra a los archiduques Alberto e Isabel, gobernadores de los Países Bajos Españoles. Los ingleses, por su parte, estuvieron representados por Robert Cecil, hijo del consejero de Isabel I que había vivido desde el principio el conflicto.
Los historiadores coinciden en señalar que se trató de un tratado favorable a España. No solo obligaba a los ingleses a cesar en su apoyo a los rebeldes holandeses, sino que en uno de sus artículos autorizaba a los barcos españoles a emplear los puertos británicos para refugiarse, reabastecerse o repararse, es decir, que ponían a su disposición toda su red portuaria. En lo referido al corso, el artículo sexto obligaba a ambos países a renunciar a la actividad pirata. Y muchos creyeron que este punto solo era papel mojado, entre ellos el último de los grandes corsarios isabelinos, Walter Raleigh (adaptado a lo bestia como «Guatarral» por los españoles), quien se embarcó por entonces en una expedición a América que le reportó un botín más bien escaso. De vuelta a Londres, Raleigh fue detenido y ejecutado por un delito de piratería a instancias del embajador español. El tiempo de la impunidad pirata había concluido.
Por su parte, España renunciaba a su pretensión de colocar a un rey católico en el trono inglés y a invadir el país de nuevo, lo cual eran condiciones obvia para que hubiera una paz duradera. Asimismo, Felipe III accedió a facilitar el comercio inglés en América y apenas pudo incluir en el tratado nada referido a los derechos de los católicos oprimidos en las islas.
A pesar del complot católico, el calvinista moderado Jacobo I se mantuvo firme en su paz con España e incluso dejó caer la posibilidad de casar a su heredero con una de las hijas de Felipe III. No obstante, las fallidas negociaciones a raíz de la posible boda de Carlos Estuardo y Doña María de Austria desembocaron pocos años después en una nueva guerra entre ambos países. A su vuelta a Inglaterra, Carlos Estuardo –sintiéndose víctima de un desplante amoroso– exigió a su padre que declarara la guerra contra España y retornara a los tiempos bélicos de Isabel.
Una vez muerto Jacobo, la guerra contra España no dio los resultados esperados y, en 1625, un ataque naval contra Cádiz terminó con una estrepitosa derrota para Carlos, causándole el descrédito ante sus súbditos. Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz en 1630 y a dar por finalizada su participación en la Guerra de Treinta Años. Los costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello desembocó en la célebre Guerra Civil inglesa de la década de 1640 que terminó con la ejecución de Carlos I.
Desde la muerte de su hermanastra María (la esposa de Felipe II), Isabel I comenzó a perseguir a los católicos de puertas para adentro y alinearse con las fuerzas protestantes en el resto de Europa. El conflicto abierto entre Isabel I de Inglaterra y Felipe II de España era así inevitable, siendo el casus belli el apoyo inglés a los protestantes en los Países Bajos, bajo la soberanía hispánica, y el envío de tropas y dinero de forma no oficial para la causa del rival de Felipe II por el trono portugués, Don Antonio. Si bien la Corona inglesa prestó toda clase de apoyo a los principales enemigos de España, no fue hasta después de la conquista de Amberes, en manos rebeldes, que la presencia militar inglesa junto a las tropas holandesas se hizo oficial y continuada con la firma del Tratado de Nonsuch.
Los rumores de que Felipe II planeaba envenenar a la Reina y sus constantes injerencias en los asuntos isleños elevaron las amenazas. Así las cosas, la guerra comenzó oficialmente en octubre 1585, cuando el pirata Francis Drake navegó por la costa oeste ibérica, saqueando Vigo y Santiago de Cabo Verde, además de intentar hacer lo mismo en La Palma, donde el asalto no tuvo éxito. En el Caribe capturó Santo Domingo y Cartagena de Indias y San Agustín (en la Florida). Fue aquí donde Felipe II comenzó los preparativos de la mal llamada Armada Invencible para trasladar parte del ejército en Flandes a Inglaterra y derrocar a Isabel I para colocar en su lugar a alguien favorable a la causa católica.
Durante la operación, en 1588, los ingleses no pudieron hundir prácticamente ninguno de los galeones españoles, auténticos castillos flotantes, pero el comandante español, Medina-Sidonia, no alcanzó a «darse la mano» con los ejércitos hispánicos en los Países Bajos y se vio forzado a bordear las Islas Británicas. Los arañazos alcanzados por los buques ingleses y las tempestades fueron transformando los barcos en ruinas flotantes. La defectuosa cartografía portada por los españoles fue el golpe de gracia para una travesía a ciegas por las escarpadas costas de Escocia y de Irlanda. Allí ocurrió la auténtica catástrofe: de las 130 embarcaciones enviadas se hundieron 35, siete en el Canal y en el Mar del Norte y 28 como consecuencia de los temporales.
Un tratado favorable a España
Los exitosos ataques ingleses al Caribe español, el fracaso de la Empresa inglesa y los sucesivos saqueos de Cádiz fueron compensados con la llamada Contraarmada, que devino en un desastre casi de la misma magnitud que el de Felipe II (la flota anglo holandesa perdió al 70% de sus hombres; solo regresaron 5.000 de los 18.000 hombres embarcados) y en una serie de victorias españolas a lo largo de la siguiente década. En 1592, el marino Pedro de Zubiaur dispersó en las costas francesas un convoy inglés de 40 buques; en 1596, Francis Drake y su mentor, John Hawkins, se estrellaron en el Caribe, donde pretendían repetir los lucrativos saqueos de su juventud y hallaron la muerte frente a poblaciones que se habían fortificado en años recientes.Ambos países vivían momentos económicos precarios, pero la paz era imposible mientras vivieran los dos cuñados, porque se odiaban a muerte y estaban demasiado viejos para perdonarse los errores del pasado. Así las cosas, Felipe II murió en 1598 e Isabel Tudor cinco años después. Entonces sí fue posible que los nuevos soberanos finalizaran un conflicto que se alargaba sin rumbo y sin acciones en curso. Jacobo Estuardo, Rey de Escocia, sucedió a la «Reina Virgen» al frente de Inglaterra. Al final de su vida, la propia Isabel había aceptado que le sucediera el hijo de su otrora enemiga, María Estuardo, a la que ella mismo había ordenado ejecutar en 1587. Jacobo I se escudó en que él, como Rey de Escocia, no estaba en guerra con España y, dado que no se podía separar al Rey de Escocia del de Inglaterra, eso significaba que tampoco Inglaterra estaba en guerra con España. Este gracioso galimatías tardó menos de un año en materializarse en una paz duradera.
Los consejeros de Jacobo también estaban deseando firmar. Y el único con ciertas reservas, Felipe III, terminó cediendo al recordar tal vez que su padre ya no podía reprocharle nada, pues prefería callar, como es costumbre en los muertos. Las negociaciones llevadas a cabo en Somerset House desembocaron en el Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604, donde los españoles se presentaron con dos delegaciones. Una representando al Rey de España, encabezada por Juan Fernández de Velasco y Tovar, y otra a los archiduques Alberto e Isabel, gobernadores de los Países Bajos Españoles. Los ingleses, por su parte, estuvieron representados por Robert Cecil, hijo del consejero de Isabel I que había vivido desde el principio el conflicto.
Los historiadores coinciden en señalar que se trató de un tratado favorable a España. No solo obligaba a los ingleses a cesar en su apoyo a los rebeldes holandeses, sino que en uno de sus artículos autorizaba a los barcos españoles a emplear los puertos británicos para refugiarse, reabastecerse o repararse, es decir, que ponían a su disposición toda su red portuaria. En lo referido al corso, el artículo sexto obligaba a ambos países a renunciar a la actividad pirata. Y muchos creyeron que este punto solo era papel mojado, entre ellos el último de los grandes corsarios isabelinos, Walter Raleigh (adaptado a lo bestia como «Guatarral» por los españoles), quien se embarcó por entonces en una expedición a América que le reportó un botín más bien escaso. De vuelta a Londres, Raleigh fue detenido y ejecutado por un delito de piratería a instancias del embajador español. El tiempo de la impunidad pirata había concluido.
Por su parte, España renunciaba a su pretensión de colocar a un rey católico en el trono inglés y a invadir el país de nuevo, lo cual eran condiciones obvia para que hubiera una paz duradera. Asimismo, Felipe III accedió a facilitar el comercio inglés en América y apenas pudo incluir en el tratado nada referido a los derechos de los católicos oprimidos en las islas.
Una paz que acercó una posible alianza
La tolerancia religiosa hacia los católicos fue la asignatura a la que más renunció España al firmar el tratado. No es de extrañar, en tanto, que un veterano soldado del Ejército español en Flandes, el inglés Guy Fawkes, intentara junto a un grupo de conspiradores católicos explotar el Palacio de Westminster con explosivos situados debajo de la Cámara de los Lores pocos meses después de la firma del tratado. Fawkes fue capturado con las mano en la masa, ejecutado de forma salvaje por su conspiración y recordado como un enemigo simbólico del país, si bien lo que pocos recuerdan es que él ni siquiera era el cabecilla del grupo, sino el noble Robert Catesby, quien había intentado persuadir al Condestable de Castilla, Juan Fernández de Velasco y Tovar, para que apoyaran la causa católica antes de firmar el Tratado de Londres.A pesar del complot católico, el calvinista moderado Jacobo I se mantuvo firme en su paz con España e incluso dejó caer la posibilidad de casar a su heredero con una de las hijas de Felipe III. No obstante, las fallidas negociaciones a raíz de la posible boda de Carlos Estuardo y Doña María de Austria desembocaron pocos años después en una nueva guerra entre ambos países. A su vuelta a Inglaterra, Carlos Estuardo –sintiéndose víctima de un desplante amoroso– exigió a su padre que declarara la guerra contra España y retornara a los tiempos bélicos de Isabel.
Una vez muerto Jacobo, la guerra contra España no dio los resultados esperados y, en 1625, un ataque naval contra Cádiz terminó con una estrepitosa derrota para Carlos, causándole el descrédito ante sus súbditos. Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz en 1630 y a dar por finalizada su participación en la Guerra de Treinta Años. Los costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello desembocó en la célebre Guerra Civil inglesa de la década de 1640 que terminó con la ejecución de Carlos I.
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