martes, julio 18, 2017

La neuropsiquiatría del poder y la corrupción

La neuropsiquiatría del poder y la corrupción

La mayoría de peruanos ha observado con asombro e incredulidad el encarcelamiento del ex presidente del Perú Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia la semana pasada. Muchos deben haberse preguntado lo que siente un ser humano, que en menos de un año, baja de la cima del poder a la sima de una celda. En este artículo ensayaremos explicar, desde el punto de vista de la ciencia, que mecanismos cerebrales permiten que el poder hace que un ser humano se sienta tan todopoderoso que crea estar por encima de todo y de todos, y como, la corrupción es consecuencia de un mecanismo cerebral que florece en un medio ambiente que la permite y la alienta.
El síndrome de Hubris
En mayo del 2008, el político y médico británico Lord David Owen publicó un interesante libro titulado “En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”. En esa obra, Owen no solo describe algunas de las enfermedades físicas sufridas por algunos presidentes a través de la historia, sino que hace una descripción de su perfil psicológico. Posteriormente, en un artículo en la revista “Brain” en el 2009, y en el libro “El síndrome Hubris: Bush, Blair y la intoxicación del poder”, publicado en el 2011, Owen establece los elementos psiquiátricos del llamado síndrome de Hubris.
Al explicarlo, Owen afirma que políticos y personas en posición de poder pueden desarrollar un conjunto de comportamientos que “tienen el tufillo de la inestabilidad mental”. En su descripción, cita al filósofo Bertrand Russell que aseguraba que cuando el elemento necesario de humildad no está presente en una persona poderosa, esta se encamina hacia un cierto tipo de locura, que llama “la intoxicación del poder”.
La palabra ‘Hubris’, del griego ‘hybris’, era descrito por ellos como el ser humano que por exceso de soberbia y arrogancia, despreciaba sin piedad los “límites divinamente fijados sobre la acción humana”. También conocido como “el orgullo que ciega”, hace que la arrogante victima de Hubris actúe contra el sentido común. Ejemplos de Hubris en la mitología incluyen a Ícaro que se atrevió a desafiar al sol volando directamente hacia él, y al rey persa Jerjes que ordenó azotar al mar porque una tormenta destruyó sus buques. En la rica mitología griega, la diosa Némesis era la encargada de castigar a las personas afectadas de Hubris, provocando su caída por los actos cometidos.
Owen propone 14 criterios para diagnosticar al poderoso con síndrome Hubris, entre ellos, usar el poder para auto-glorificarse, tener una preocupación exagerada por su imagen, lanzar discursos exaltados en los que aseguran que ellos “son el país o la nación”, perder contacto con la realidad, ser propenso a cometer actos impulsivos, demostrar autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por el sentido común y la inteligencia de los demás, decir que son tan grandes que solo dios o la historia los podrá juzgar, permitir que sus consideraciones morales guíen sus decisiones políticas a pesar de ser poco prácticas o muy costosas, demostrar un enorme desprecio por los aspectos prácticos de la formulación de políticas, desafiar la ley y el sentido común, manipular los poderes del estado o caer en la corrupción.
El cerebro del corrupto
Por otro lado, un interesante estudio del University College de Londres publicado en Nature Neuroscience, encuentra que el cerebro humano es capaz de aceptar y adaptarse a  la deshonestidad debido a la disminución de la función de la amígdala cerebral, zona responsable de que confiemos en nuestros instintos (el gut feeling en inglés), y que nos permite interpretar instantáneamente si un acto debe ser aceptado o rechazado de plano. La amígdala cerebral es responsable de nuestra consciencia, la que nos permite saber si lo que hacemos esta bien o esta mal.
En un interesante experimento, científicos ingleses descubrieron que la amígdala cerebral se activaba fuertemente con los primeros actos deshonestos, pero con cada subsecuente deshonestidad, su actividad disminuía progresivamente, es decir, es como si la amígdala cerebral “se acostumbrara” a la deshonestidad. Eso indicaría que el corrupto empieza poco a poco y al ir perdiendo la actividad de su amígdala cerebral, va perdiendo el miedo y se va acostumbrando al delito, incrementando la magnitud de sus actos deshonestos. El gran corrupto es entonces aquel que pierde completamente la actividad de su amígdala cerebral.
Raymond Fisman, economista y especialista en comportamiento humano de la Universidad de Boston argumenta que la corrupción no es un asunto del individuo, sino del sistema en que este vive. Es decir, si la corrupción es percibida como normal en un país, el cerebro del ser humano es capaz de adaptarse y volverse corrupto. Por su parte Christoph Stefes, profesor de ciencia política de la Universidad de Colorado dice que la historia enseña que un modo de luchar contra la corrupción sistémica es creando “islas de honestidad” en la sociedad, lideradas por individuos honestos, rodeados de personas honestas  y que logren movilizar grandes segmentos honestos de la población y que busque inclinar la balanza de la sociedad hacia el lado de la honestidad.
Corolario
Ambas consideraciones científicas tienen profundas implicancias para interpretar los actos de corrupción que agobian al Perú y otros países latinoamericanos. La tormenta perfecta se produce cuando una persona empoderada desarrolla Hubris en una sociedad en que la corrupción sistémica es la norma. Actitud humilde del poderoso, ejemplo de los padres en el hogar y desarrollo de islas de honestidad en la sociedad son parte de la solución, mientras tanto, bienvengamos mas Némesis como el que castigó el Hubris de la ex pareja presidencial la semana pasada.

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