Comiendo para olvidar
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Gustavo Faveron
A diferencia de mi amigo Iván Thays, a mí me gusta la comida peruana y cada vez que paso por Lima cumplo con el ritual de los restaurantes, casi siempre con placer. También, sin embargo, soy de los que creen que la etiqueta “Boom de la Comida Peruana” deberíamos reservarla para el día en que todos los peruanos tengan la oportunidad de comer decentemente, comidas nutritivas y balanceadas, tres veces al día.
Como están las cosas hoy, el ceviche puede ser nuestro plato de bandera pero el plato más frecuente en las mesas peruanas ha de ser, calculo yo, la sopa recalentada diez veces con los mismos tres huesos de pollo. El Perú es uno de los países con los más escandalosos índices de desnutrición y malnutrición de Sudamérica: dado que la alimentación es una necesidad primaria, preferiría celebrar cuando cumplamos con ella en términos prácticos y extensivos, es decir, cuando aseguremos la alimentación de todos, en lugar de festejar estólidamente que se haya convertido en la diversión favorita de la clase media y la clase alta, por más que se quiera disfrazar esa diversión con la rara noción de que la industria restaurantera va a ser la locomotora que saque al país de la pobreza.
Antes que el lema “ustedes también son peruanos y tienen derecho a comer rico”, dicho por un chef limeño a los habitantes del pueblo de Peru, Nebraska, yo preferiría el lema “ustedes también son peruanos y tienen derecho a comer”, dicho por nuestra clase política y nuestras clases dirigentes a los peruanos en general, incluyendo a los que no tienen tiempo para hacer largas colas ante la puerta de una feria gastronómica ni dinero para sentarse en un restaurant de Gastón Acurio o de Rafael Osterling.
La reacción indignada de tantos peruanos ante la columna de Iván en su blog del diario español El País es sin duda alguna uno de los hechos más ridículos de tiempos recientes en el Perú. Según lo entiendo yo, todo lo que Iván ha dicho es que nuestra comida no le gusta y que prefiere la pasta. Lo acusan de anti-peruano. No sé si algún crítico más original lo habrá acusado ya de italianizante o de eurocéntrico. Está claro que si Iván hubiera escrito que la pintura peruana es en general poco interesante (que lo es), o que la educación peruana es menesterosa (que lo es), o que el cine peruano es mayoritariamente mediocre (que lo es), entonces la reacción hubiera sido próxima a cero.
Todos los países eligen a lo largo del tiempo, llevados por coyunturas, inclinaciones, modas y principios, cuáles de sus productos culturales van a cifrarlos, cuáles van a representarlos, con qué elementos de su cultura van a identificarse. Si los peruanos hemos elegido el arroz con pato en vez de Trilce o la causa de cangrejo en lugar de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, yo creo —es mi modesta opinión— que debemos preocuparnos. No me cabe la menor duda de que, si la columna de Iván dijera que Vallejo fue un escritor menor o que Mariátegui fue un idealista confundido, pocos se hubieran abalanzado sobre él para desmentirlo o para, simplemente, como ha ocurrido, insultarlo estólidamente y en rebaño.
Me pregunto si algún peruano juzgaría que la proposición “detesto la pizza” o la proposición “odio la comida china” son declaraciones xenofóbicas contra italianos y orientales. Si creen que no lo son, entonces deberían entender fácilmente que “no me gusta la comida peruana” no es una prueba de traición a la patria, si la dice un peruano, ni una declaración de xenofobia anti-peruana si la dice un extranjero.
¿Tiene alguna importancia preguntarse por qué tanta gente reacciona de manera tan airada ante una declaración así de trivial? (Porque, finalmente, nuestro gusto culinario no puede ser otra cosa que una trivialidad). Yo creo que sí; creo que es importante observar lo desmedido de la reacción, sobre todo porque los peruanos vivimos en un contexto social en el que proposiciones como “hay que perdonar a un exdictador genocida” o “es aceptable que el Estado asesine gente inocente para mantener el orden” no son respondidas con una furia semejante. Por el contrario, son a veces incluso mayoritarias. Y si eso significa que entre los peruanos es más consensual la defensa del seco de cordero que la defensa de la vida humana, entonces nuestro problema ya no es simplemente una cuestión de chauvinismo, sino que es una cuestión de valores en el sentido más preciso: qué clase de ideas estamos dispuestos a combatir o rechazar.
Lo más curioso del caso, probablemente, es que pocos son los que se quejan de que Iván muestre, en esa misma columna, su escepticismo ante un libro que todavía no ha leído. Entiendo su escepticismo, claro está: Gustavo Rodríguez es un escritor tan deficiente que, junto a sus libros, los de Beto Ortiz parecen obras literarias. Pero nadie ha defendido a Rodríguez de la crítica anticipada: allí está nuevamente: tampoco el juicio literario es en el Perú un terreno tan pedregoso como el de la opinión gastronómica. El conflicto de límites marítimos con Chile no causa tanta indignación ni atrae tantos reclamos como el estúpido conflicto sobre el origen de la causa rellena. Cuando, hace pocos años, un blogger arbitrario anunció, antes de ver la película, que la estupenda cinta La teta asustada de Claudia Llosa era un film racista, no fuimos más de tres o cuatro los que nos sentimos insultados por la bajeza. Pero, claro, es que no se estaban metiendo con los picarones, no estaban hablando mal del arroz con leche.
En verdad, la única afirmación polémica del artículo de Iván Thays es su idea de que probablemente es imposible escribir una gran novela que trate sobre un tema traumático de dimensiones colectivas antes de que pase un tiempo relativamente largo (es, de hecho, un tema muy debatido en la crítica literaria contemporánea). Tengo la impresión de que en cualquier sociedad centrada, que no reaccionara histéricamente ante las divagaciones estomacales y le diera más importancia a las discusiones relevantes, ése es el asunto que habría merecido debatirse: Iván está hablando de la relación clave entre nuestra historia de violencia política y nuestra capacidad de asumirla, representarla y elaborarla. No es sorprendente que sea el único punto del artículo que no ha tenido hasta ahora una respuesta (yo pienso comentarlo más adelante). La razón para la falta de reacciones sobre ese punto es más que obvia: los peruanos estamos pensando cada vez más con las tripas y menos con el cerebro. Me pregunto si no estamos comiendo para olvidar.
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