DURHAM – En 1842, el reformista social inglés Edwin Chadwick documentó la existencia de una discrepancia de 30 años entre la expectativa de vida de los hombres de las clases sociales más pobres y la de las clases altas. En la actualidad, los habitantes de las áreas más prósperas del Reino Unido, como Kensington y Chelsea, tienen una expectativa de vida 14 años mayor que los habitantes de las ciudades más pobres, como Glasgow.
Desigualdades como estas existen, en mayor o menor medida, en todos los países desarrollados. En Estados Unidos, con su sistema neoliberal, la situación de los más pobres es especialmente mala: en algunas ciudades estadounidenses (por ejemplo, Nueva Orleans), la diferencia de expectativa de vida alcanza los 25 años.
Comprender y reducir estas desigualdades sanitarias es todavía uno de los principales desafíos a los que se enfrentan en todo el mundo los encargados de definir políticas públicas. Y no se trata solamente de una cuestión moral, ya que este tipo de desigualdades conlleva importantes costos económicos. Pero sus causas son complejas y muy debatidas, mientras que las soluciones son difíciles de hallar.
La explicación más difundida sobre las desigualdades sanitarias se basa en los determinantes sociales de la salud, esto es, en los ambientes en los que vive y trabaja la gente. Las personas pudientes tienen mejor acceso a entornos favorables a la salud, por ejemplo, escuelas bien mantenidas con una buena oferta educativa, alojamientos de alta calidad y empleo estable en sitios protegidos y seguros. Pero las personas más pobres están más expuestas a entornos insalubres, tanto más expuestas cuanto más pobres son.
A partir de este marco conceptual básico se han elaborado diversas teorías, cada una de las cuales explica la cuestión en modo diferente y propone distintas estrategias para reducir las desigualdades sanitarias. Por ejemplo, el enfoque “cultural-conductista” explica estas desigualdades sobre la base de diferencias en los comportamientos individuales y asegura que los pobres tienen más problemas de salud porque son más propensos a fumar, beber alcohol y comer alimentos menos saludables. Lógicamente, este punto de vista favorece el empleo de intervenciones tales como programas de educación sanitaria o servicios de ayuda para dejar de fumar dirigidos a sectores específicos.
El enfoque “materialista” se basa en una visión más amplia y sostiene que, básicamente, la gente más adinerada es capaz de adquirir una salud mejor porque tiene acceso a educación, atención médica y servicios sociales de mejor calidad. En consecuencia, los países que quieran reducir las desigualdades sanitarias deberían elevar el ingreso mínimo de sus ciudadanos más pobres y garantizar el acceso universal a los servicios públicos.
Por su parte, las teorías “psicosociales” ponen el acento en la experiencia psicológica de la desigualdad, esto es, en los sentimientos de inferioridad o superioridad derivados de las jerarquías sociales. Este punto de vista implica que es necesario lograr que los individuos y las comunidades más pobres se sientan productivos, valorados y capaces de tomar control de sus vidas, en vez de atrapados en una posición subordinada.
La perspectiva de la “trayectoria vital” combina varias teorías y sostiene que las desigualdades sanitarias surgen de la acumulación diferencial de ventajas o desventajas sociales, psicológicas y biológicas que comienza antes del nacimiento y se prolonga a lo largo del tiempo. Los partidarios de este enfoque demandan intervenciones tempranas que coloquen a los niños en una senda saludable, combinadas con una adecuada red de seguridad social que acompañe a los ciudadanos durante toda su vida.
Finalmente, la visión más abarcadora, la de la escuela de “economía política”, sostiene que las desigualdades sanitarias resultan de la estructura jerárquica de las economías capitalistas y las consiguientes elecciones políticas respecto de la distribución de recursos. Este análisis demanda el curso de acción más radical: desarrollar un sistema económico y social que distribuya en forma más igualitaria los recursos (especialmente la riqueza y el poder).
Puesto que hasta cierto punto todas estas teorías cuentan con respaldo científico, puede ser que a la hora de determinar qué estrategias deberían adoptar los gobiernos para reducir las desigualdades sanitarias, la política sea más importante que la ciencia. Después de todo, algunas de las soluciones posibles son políticamente más viables en un sistema dado que otras.
Por ejemplo, las intervenciones cuyo objetivo es cambiar los comportamientos individuales representan un desafío mucho menor para las estructuras de poder predominantes que otras iniciativas que demandan cuantiosas inversiones sociales o la revitalización de todo el sistema. Por eso, los gobiernos interesados en reducir la brecha sanitaria (como el del Partido Laborista en Gran Bretaña entre 1997 y 2010) suelen decantarse por adoptar ese tipo de intervenciones (relativamente más fáciles de implementar) que apuntan más a los efectos que a las causas.
Pero está demostrado que esta forma de reducir las desigualdades sanitarias es de eficacia limitada, y por eso casi nadie duda de la necesidad de emplear medidas más integrales. De hecho, la mayor parte de las mejoras sanitarias obtenidas a lo largo de los siglos XIX y XX se lograron mediante reformas económicas, políticas y sociales a gran escala.
En definitiva, las sociedades más igualitarias también son más saludables. Aunque incluso los países desarrollados más igualitarios tienen disparidades en materia de salud, todos sus ciudadanos gozan de mejores condiciones y viven más tiempo. En países socialdemócratas como Suecia y Noruega, los grupos más pobres y vulnerables son mucho más saludables y viven más que sus homólogos en países neoliberales como el Reino Unido o Estados Unidos. Aquellos países más igualitarios también han logrado un crecimiento económico comparativamente estable e inclusivo y altos niveles de vida. De modo que juzgando la cuestión desde un punto de vista neutral, está claro que la socialdemocracia es la mejor elección para todos.
Traducción: Esteban Flamini
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