miércoles, mayo 26, 2010

Populismo,Participación,Democracia


Populismo, participación, democracia
Paul Ginsborg

Ante la baja popularidad de los partidos en muchas democracias europeas, algunos políticos proponen una intervención directa de los ciudadanos en la toma de decisiones. Pero hay que separar el trigo de la paja

Últimamente, la palabra "participación" se repite a menudo en los corrillos de las élites políticas de toda Europa. Ante los bajísimos niveles de popularidad que padecen los partidos en la mayoría de las democracias europeas, los políticos prometen en todas partes más participación, mayor intervención directa de los ciudadanos en la toma de decisiones. Al mismo tiempo, se ofrece la idea de "subsidiariedad" a nivel europeo como panacea por la permanente falta de democracia que caracteriza a la propia Unión Europea.

En Italia el populista que critica a los partidos y habla de mayor libertad es también el plutócrata. Porto Alegre, en cambio, es un ejemplo positivo de real participación directa de los vecinos

Sin embargo, deberíamos mirar con extremo cuidado, e incluso con escepticismo, esta sobreabundancia de retórica de la participación, tan notable en la Unión como en los Estados miembros. Por debajo de la superficie bonachona y burbujeante de esta tendencia pululan ideas y proyectos muy diversos. Algunos suponen graves amenazas contra la democracia representativa; otros apenas son esfuerzos de autoconservación (de los propios políticos, claro), y finalmente algunos tratan seriamente de contribuir a la consolidación de la democracia participativa mediante la resurrección de la democracia parlamentaria, su antigua prima hermana. Vale la pena inspirar a fondo, despejar nuestras mentes con un buen espresso, y tratar de distinguir entre estas tres diferentes tendencias, cada una de las cuales tiene consecuencias muy diversas para el futuro de la democracia.

Sin grave riesgo de equivocarnos, podemos calificar a la primera opción de populista. Ante las fragilidades de la democracia actual, ante sus complejidades e intricados equilibrios de poder, el populista habla a las masas, a las que promete cortar el nudo gordiano de la democracia. El gobierno en manos de una sola figura carismática y dinámica, un "hombre del pueblo", sustituirá los serpenteos erráticos de la democracia, la única forma política que combina los movimientos del cangrejo con los del caracol. Al mismo tiempo sin embargo (y aquí es donde vuelve a superficie el tema que nos ocupa) el líder populista promete más participación "directa". El pueblo decidirá, por medio de referendos y mecanismos similares.

Se trata de un modelo muy conocido y que posee una larga tradición, sobre todo en América Latina. Existe una versión actual y sorprendente de este sistema en Europa, en la cual el líder populista es propietario de la mayoría de las cadenas comerciales de televisión y del principal grupo editor de un país, además de ser su ciudadano más rico. La vieja idea anglosajona de la competencia democrática como algo que debe jugarse en un campo que sea igual para todos los participantes, se ve reemplazada por un desequilibrio enorme entre el líder populista y sus competidores. El populismo se suma a la plutocracia, y los resultados son devastadores. La Unión Europea observa boquiabierta la situación, sin dejar de parlotear acerca de la "subsidiariedad", mientras en Italia su veterana democracia (esa palabra tan mediterránea) se va hundiendo lentamente en su templado mar.

Esta es la primera tendencia, que dista mucho de ser tranquilizadora. La segunda, que pretende conservar la democracia representativa en su insatisfactoria forma actual, como un viejo tomate seco, es fácil de explicar. Los políticos, cuyo mundo es solo el de los políticos, y a los que la política les interesa sobre todo como profesión, ponen cara de circunstancias, sonríen, y hablan de "consultar" al pueblo. "El nuestro es el partido que escucha a la gente" es uno de los eslóganes más comunes en toda Europa cuando se aproximan las elecciones. Su significado es prácticamente nulo, porque esos políticos, tras escuchar (más bien menos que más), siguen su camino de siempre. Las consecuencias de esta falsa "participación" son también devastadoras. Un informe independiente acerca del estado de la democracia británica, Power to the People, publicado en marzo de 2006, era bien explícito al referirse a este asunto:  "Las pruebas obtenidas (...) confirman que el escepticismo con el que la gente mira las consultas públicas es muy notable. Los ciudadanos consideran que estos procesos carecen de todo sentido en la medida en que no queda nada claro de qué modo las consultas podrían llegar a influir en las decisiones adoptadas finalmente por los funcionarios o diputados".

Una tercera y última tendencia, con diferencia la más interesante y esperanzadora, trata más bien de sumar las democracias participativa y representativa. Una combinación de fuerzas que aún no ha sido teorizada ni, sobre todo, aceptada por una clase política recalcitrante. Hay, sin embargo, novedosos experimentos democráticos en los que deberíamos concentrar nuestra atención y nuestras esperanzas. Examinaré solo un par de ejemplos. El primero tiene origen norteamericano y el segundo es brasileño. El primero tiene que ver con la forma; el segundo, con el poder.

Los Consejos Municipales Electrónicos (Electronic Town Meetings), como se ha dado en llamarlos, organizan la discusión y deliberación ciudadanos. El más conocido fue el que celebró en Nueva York en julio de 2002. Su objetivo era discutir en torno a qué había que hacer con la Zona Cero, el lugar anteriormente ocupado por el World Trade Center, después del 11 de septiembre. Las reuniones, en las que participaron 5.000 ciudadanos de Nueva York, acapararon la atención de más de 200 periodistas. La fórmula habitual es que los participantes, que pueden ser varios centenares, se sienten en torno a mesas formando grupos de 10 personas, y con la ayuda de un coordinador discutan y decidan sobre los asuntos específicos que se tratan en el Consejo Municipal del día. Tras largas discusiones, cada mesa vota electrónicamente y los organizadores del Consejo redactan una síntesis final. La experiencia resulta tonificante e instructiva en varios sentidos: los ciudadanos discuten directamente con personas desconocidas, y que proceden de sectores sociales a menudo distintos del suyo. Se produce una notable conciencia de toma colectiva de decisiones. Y a menudo los participantes manifiestan al salir: "Así tendría que ser la política".

Por sí solo, sin embargo, el llamado Consejo Municipal Electrónico tiene una utilidad limitada. Carece de mecanismos estructurales que garanticen que sus deliberaciones serán tenidas en cuenta cuando los grupos más reducidos de políticos tomen las decisiones. Podrían estimarlas o desestimarlas. Además, falta la continuidad. Los ciudadanos participan sobre la base de un sistema aleatorio costoso y que no se repite. Y queda sin responder la principal pregunta: ¿quién decide?

Es aquí donde nos proporciona una gran ayuda el ejemplo de Porto Alegre en Brasil. El Presupuesto Participativo (Orçamento Participativo) es un proceso anual y recurrente que implica la participación en diferentes niveles por parte de miles de ciudadanos que eligen a sus propios delegados para el Consejo del Presupuesto Participativo. Ayudados por expertos, establecen las prioridades que se presentarán al municipio. Este amplísimo proceso de debate (que incluye no solo la discusión sino también la elección de delegados) sí ejerce una influencia real sobre los políticos. Aunque el proceso participativo no ha sido dotado de poderes formales, jamás hasta la fecha el municipio se ha atrevido a rechazar las prioridades establecidas por ese proceso participativo.

Pese a que ha comenzado ya su decadencia, el experimento de Porto Alegre ha sido un ejemplo que han seguido otras 170 ciudades brasileñas. La combinación de la forma de los Consejos Municipales con la sustancia y el peso real del proceso de los Presupuestos Participativos, constituye una buena base sobre la que construir una democracia que sea capaz de combinar ambos aspectos.

Este procedimiento ni niega ni reduce el poder ni la responsabilidad de los representantes políticos. Poder y responsabilidad quedan, más bien, modificados, enriquecidos e institucionalmente constreñidos por las actividades deliberativas y participativas que los circundan. Y la cuestión teórica crucial relativa a la relación entre la democracia representativa y la participativa se resuelve del siguiente modo: la actividad de la segunda garantiza la calidad de la primera.

Paul Ginsborg es catedrático de Historia Europea en la Universidad de Florencia. Acaba de publicar en España "Así no podemos seguir"
 El Pais.es

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