Los partidos se desmoronan, los populistas ascienden
Las elecciones primarias de este año en
los Estados Unidos han hecho que el sistema de los partidos políticos
entre estrepitosamente en un momento divisivo y potencialmente
explosivo. Esta es la primera vez en la historia moderna de los Estados
Unidos que los votantes dentro de su partido eligen como su candidato
presidencial a alguien tan alejado de la ortodoxia del partido en temas
que van desde el comercio hasta la inmigración, como Donald Trump. Y un
candidato presidencial nunca había sido tan rechazado por los políticos
más respetados y experimentados de su partido, sus funcionarios elegidos
e incluso su líder de facto.
Aun así, esta erosión de la autoridad
tradicional de los partidos no es exclusiva de Estados Unidos. En muchos
países de Europa los votantes se han ido alejando de los partidos
establecidos y de sus líderes desde, por lo menos, la última crisis
financiera. Alternativas populistas, como Fidesz en Hungría y SYRIZA en
Grecia ya han alcanzado el poder. Otras, como el Frente Nacional de
Francia, esperan tras bastidores. En Latinoamérica, el surgimiento de
nuevos partidos ya está bien arraigado. Información disponible en el
BID, mediante la Base de Datos sobre Instituciones Políticas (DPI),
ejemplifica cómo el final de la década de los noventas generó un
ascenso de partidos no ideológicos y no programáticos a nivel
legislativo, y más adelante, a comienzos y mediados de la década de
2000, llevó a que en Venezuela, Ecuador y Bolivia se eligieran
presidentes que se encontraban por fuera del sistema partidista
tradicional.
Se han propuesto muchas explicaciones para estos acontecimientos. Como se explica en un blog reciente,
en Latinoamérica todo comenzó con el desencanto frente a las reformas
neoliberales que los partidos de derecha implementaron a comienzos de
los años noventa, y que no consiguieron mejorar significativamente la
tasa de empleo ni reducir la desigualdad. En Estados Unidos y Europa
esto se ha ligado a muchas preocupaciones: el desempleo, la desigualdad,
la inmigración y la seguridad nacional. En todas esas regiones, esto
está motivado por el fuerte sentimiento entre los votantes regulares de
que las élites de los partidos y las plataformas partidistas ya no
representan sus intereses.
Las implicaciones que esto tiene para el buen gobierno son trascendentales. Investigaciones del BID
muestran que los partidos programáticos con ideologías y plataformas
consistentes llevan a la creación de mejores políticas. Este tipo de
partidos canalizan de manera efectiva las preferencias de los votantes,
son más transparentes y realizan una mejor rendición de cuentas. También
dependen de consensos y de cooperación intergubernamental de largo
plazo para conseguir resultados y ganar elecciones.
Por el contrario, el populismo,
que frecuentemente acompaña la descomposición de los partidos
programáticos, tiende a ser desestabilizador. Los líderes populistas
pueden ser honestos o corruptos, pueden tener buenas intenciones o ser
tramposos. Pero, en la práctica, su dependencia en el carisma personal,
en lugar de en instituciones políticas bien organizadas y basadas en
ideas, tiende a llevar a la creación de consignas políticas vacías y, en
el peor de los casos, apela al resentimiento de clases, a la raza y a
la xenofobia. Así mismo, esto ha sido más fácil con el surgimiento de
las redes sociales. Los candidatos ya no tienen que pasar por los
estándares de los medios tradicionales como los periódicos, la
televisión y la radio. Ahora pueden comunicarse sin filtros y de manera
directa con millones de personas a través Twitter y otras plataformas, y
en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, aprovechan esta oportunidad
cada vez que pueden, sin importar cuán ofensivas sean sus ideas para las
minorías y para sus demás blancos.
Por supuesto que las élites partidistas
comparten gran parte de la culpa por el estado actual de la situación.
En Estados Unidos, el Partido Republicano se enfocó en cuestiones como
menores impuestos para los más ricos y menor regulación a las empresas.
Pero ignoró que su base de votantes, constituida por personas de mayor
edad, menos educadas y de la clase trabajadora, veía con sospecha a las
políticas que beneficiaban a los ricos y al sector corporativo. La
reforma inmigratoria, otra idea de la élite partidista, se recibió con
la misma frialdad, pues los trabajadores temían por sus empleos. En
Europa, quienes sufren de problemas económicos culpan a los partidos
tradicionales por ser indiferentes frente a los problemas causados por
olas de refugiados, y por la pérdida de soberanía ante las instituciones
de gobierno de la Unión Europea. Y los pobres de muchas partes de
Latinoamérica consideran que los partidos tradicionales están
divorciados de sus problemas de pobreza y desigualdad.
La manera en la que los partidos
tradicionales van a responder de aquí en adelante es una incógnita.
Siempre existe el peligro de que los partidos clientelistas se organicen
alrededor de los líderes populistas. Estos partidos, al no tener mayor
razón de existir excepto el carisma y retórica de su abanderado, se
vuelven proveedores de clientelismo. Como se describe en otro blog reciente,
recompensan a sus seguidores con trabajos en el sector público. Incluso
pueden caer en la compra de votos y el fraude descarado.
Si hay alguna noticia positiva es que
algunos países de Latinoamérica parecen estar cansándose de sus
populistas. El fin del boom de los commodities ha hecho que sea más
difícil maquillar políticas dudosas con gastos, o continuar con
conductas clientelistas. Se tomaron malas decisiones económicas, pero
ahora se están pagando las consecuencias. En Argentina, esto se
evidenció con la elección de Mauricio Macri, quien triunfó liderando una
coalición de partidos de oposición desde la centroderecha hasta la
centroizquierda, y adoptó valores de justicia social y a favor de las
empresas. Entretanto, en Estados Unidos y, lamentablemente, en muchos
países de Europa y Latinoamérica, el futuro del sistema partidista –y de
sus rivales populistas– todavía esta por definirse.
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