Tras 14 años, Isabella Rossellini vuelve a Lancôme como imagen. Hablamos en exclusiva con ella sobre la evolución de la mujer y sobre lo que a esta le queda por conseguir. Lecciones de vida gratis de una musa.
Su historia con Lancôme no empezó ayer. «En 1982 querían dar un giro, deseaban una firma cohesionada. La solución fue fichar a una modelo para todas sus campañas. Fui la elegida. Mi contrato era de dos años, pero funcionaba como imagen y la colaboración duró 14, algo rarísimo en una época en la que se prefería la novedad y modelos anónimas. Apostar por un mismo rostro conllevó ventajas: las clientas lo consideraron sinónimo de confianza y se volvieron más fieles. Pero cuando cumplí 40, rescindieron el contrato. Las mujeres, me dijeron, soñaban con ser jóvenes. Yo no representaba eso. Cuando me llamaron para ficharme de nuevo, contesté: «Están de broma; ¡tengo 64 años!».
Los aparenta. Y no por su físico, es una cuestión de carácter. Nos recibe sonriente, de pie, con un mono negro, unos pendientes art déco y un collar y un brazalete de perlas. «Pertenecieron a mi madre», cuenta. Se leen los rasgos de Ingrid Bergman en su rostro. «La echo de menos». La voz de Isabella es rotunda, pero mece. La mirada brilla cuando habla sobre los derechos de la mujer. «En mi familia, el talento de mi madre se consideró una excepción. El mundo tenía otros planes para las chicas de su generación y para las de la mía. Mamma me animó a construir una carrera. Lancôme me la brindó. El contrato me dio seguridad y el dinero, independencia. Me ayudó a osar ser actriz».
Y hoy realizadora. Ha escrito y dirigido varios cortos sobre el ritual sexual de los animales que han dejado a la crítica y al público boquiabiertos. En Green Porno copula vestida de mosca, muere de mantis practicando sexo. Es informativo, divertido y surrealista…
Espero que el público se ría tanto como yo. Uno de mis referentes es George Méliès. A finales del siglo XIX y principios del XX, las cámaras eran enormes y decidió dejarlas fijas, con lo que logró un tono cómico. Me siento intimidada por la tecnología, esa técnica me llenó de esperanza; me dije: «Puedo rodar filmes divertidos sin complicaciones». El cine mudo de Buster Keaton fue otra inspiración.
Lleva ocho años con este proyecto, ¿se anima a dirigir un largo?
Existe una versión teatral de Green Porno, Bestiaire d’Amour. Langira ha sido un éxito, hemos recorrido 52 ciudades en los dos últimos años, incluida Madrid. Ahora estoy con un nuevo monólogo y a veces pienso en dedicarlo al cine. El teatro requiere que viaje mucho… Para promocionar una película, solo basta con presentarla en algunos festivales.
¿Serán los animales los protagonistas?
Sí, a pesar de que no interesan a nadie…
A usted sí, ¿o me equivoco?
Me ha pillado. [Sonríe]. Se centrará en la inteligencia; en si piensan o no.
Debe saberlo. No solo estudió etología animal en la universidad, sino que se ha mudado a una granja a las afueras de Nueva York. Vive rodeada de gallinas y cerdos en Long Island.
Siempre me gustó el campo. Y me habría dedicado a esto antes. Con 14 años, me veía dirigiendo documentales. Devoraba los de la BBC y National Geographic. Intenté hacer prácticas en el sector, pero me rechazaron. Entonces apareció la moda, fue una suerte.
Y una casualidad.
Exacto. Cuando empecé en 1982 no existían las supermodelos, nadie soñaba con ser maniquí. Linda Evangelista [13 años más joven] me confesó que siempre lo deseó, lo mismo que mi hija [Elettra Rossellini].
¿Entonces ya sabía que un día sería autora?
Sí. Porque de joven no me miraba al espejo y pensaba: «Este material quedaría perfecto en foto». Green Porno es una simbiosis de mi experiencia como actriz y modelo, yo diseñé los trajes de los animales. Y se acerca más a mi identidad. Posar y actuar ayudan a expresar las ideas de otros. Simbolizo las de David Lynch sobre el cine, por ejemplo.
Se cumplen 30 años del estreno de Terciopelo azul, en su momento escandalizó, sobre todo en Italia, donde se comparó con el porno. ¿La reacción sería la misma hoy?
Difícil saberlo… David trasciende las tendencias. En su obra, no todo tiene explicación. Solía decirme: «La vida es misterio». Cuando él entra en un cuarto, se pregunta: «¿Por qué existe una atmósfera?». Él se centra en los enigmas. Sus filmes no narran un momento, capturan lo recóndito. Eso no pasa de moda. Terciopelo azul habría impactado hoy.
No fue fácil para usted. Se armó mucho revuelo con sus desnudos…
Su cine jamás me pareció sexual. Usar el cuerpo femenino para excitar era tan común entonces como ahora. Las escenas no se adscribían en esa tradición. Buscábamos imágenes inquietantes, cercanas a la locura. David me contó que un día, volviendo del colegio con su hermano, se cruzaron con una mujer desnuda. Se echó a llorar. No se sintió excitado. Entendió que algo malo había sucedido. Quería retratar ese sentimiento. Aún hoy, la desnudez como sinónimo de violación es impactante. ¡Estamos hartos de tanta sexualidad!
Hace poco afirmaba que Joy, uno de sus últimos proyectos, era feminista porque…
Trata de una mujer que se centra en su carrera. En la mayoría de las películas siempre aparece un príncipe azul que la ayuda… Aquí no. Es moderna.
¿Y no le parece increíble que lo sea en el siglo XXI?
Hace 80 años, cuando nació Lancôme, no podíamos votar. Ni ser propietarias; lo eran nuestros hermanos, padres o maridos. No podíamos divorciarnos ni existía policía especializada en violaciones. En caso de abuso, nos decían: «Lleva minifalda». Hemos demostrado que podemos ser presidentas, abogadas, cirujanas. Pero la responsabilidad del hogar recae sobre nosotras. Mi hija adora su carrera, aunque teme que ser madre la ponga en riesgo. Yo la ayudaré con los niños. Pero esta situación debe cambiar. El mayor desafío de nuestra época es conseguir conciliar profesión y maternidad.
Otro reto: que las actrices de 60 años no dejen de ser protagonistas.
Lo que ocurre en cosmética, ocurre en el cine. Lancôme ha elegido a una mujer mayor como imagen porque el mensaje ha cambiado: no todas las féminas quieren ser jóvenes. Esta estrategia inclusiva no es nueva: entre sus embajadoras cuentan con la actriz africana Lupita Nyong’o o Penélope Cruz, una latina. Al cambio ha contribuido su CEO, una mujer [Françoise Lehmann], que sabe que la mujer no se cuida solo para seducir. Hace 20 años, éramos secretarias. La clave de la paridad en el cine la tiene la distribución. Las películas más taquilleras son de acción. Los espectadores son chicos jóvenes. Cuando cumplimos 30, nosotras dejamos de ir al cine porque toca volver a casa a cuidar a los hijos. Pero con el streaming (Hulu, Netflix) la tendencia ha cambiado. Nunca he trabajado tanto como en los dos últimos años, se ha ampliado el público.
Háblenos de Shut Eye, la serie de Hulu (estreno en agosto).
Interpreto a una gitana adivina, soy la matriarca de un clan mafioso, muy fuerte y sádica. Trata sobre el crimen organizado en Los Ángeles.
Es una mujer de muchos medios; volverá a la televisión con Master of Photography, un concurso al estilo de X Factor de la cadena Sky.
La tele está en peligro de extinción. ¡No estudien para ser programadores! El futuro pasa por ver contenidos cuando se nos antoje. Cuando apareció la televisión en los 50, el cine se hizo más espectacular y los mayores dejaron de ir a las salas. La tele amplió el mercado, pero Internet lo hará más. Las posibilidades son infinitas; se puede ver una serie en el bus. La evolución técnica ha ampliado el abanico.
La fotografía está en el ADN de su familia.
A mi abuelo [padre de Ingrid] le encantaba y mi madre siempre llevaba una cámara en los rodajes. En mi caso, cuando poso, lo que más me gusta es colaborar con el fotógrafo. He trabajado, por fortuna, con los mejores, Bruce Weber, Richard Avedon, Irving Penn, Steven Meisel, Peter Lindbergh. No una, sino muchas veces y de forma íntima. Lo cierto es que contar historias a través de imágenes está en los genes de mi familia.
Su madre, como usted, fue una visionaria: casi no se maquillaba y, curiosamente, no tenía estilista.
Cuando llegó a Hollywood, tenía 22 años. El productor David O. Selznick, célebre por transformar a las actrices, le recomendó un cambio de look. Mi madre se negó, en ese caso prefería regresar a Suecia. Entonces Selznick reculó: «¡Ya lo tengo, será la primera actriz natural!».
Y creó un personaje.
Uno a medida de ella: deportista, independiente –conducía su coche–, accesible. Y, sí, tampoco tenía estilista. Hoy ese asunto es una locura, los medios solo hablan de la alfombra roja, que se ha convertido en un negocio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario