Llegaron las aguas
El fenómeno del Niño ha causado verdaderos diluvios en Perú. No recuerdo un sobresalto tan generoso y tan unánime de la sociedad ante una tragedia nacional
Mi venida al Perú ha coincidido con una de las peores
catástrofes naturales que haya sufrido en toda su historia. Desde hace
tiempo, en el verano, el fenómeno del Niño acrecienta las lluvias y hay a
veces inundaciones y huaycos (aludes y riadas) que provocan daños
materiales y humanos, sobre todo a lo largo del litoral norte del país.
Pero este año, el calentamiento de las aguas del Pacífico y su
consiguiente evaporación al chocar contra la Cordillera de los Andes han
causado verdaderos diluvios que desde hace dos semanas destrozan
caminos, casas, desaparecen aldeas, inundan ciudades y provocan
tragedias por doquier.
Las
frías estadísticas —cerca de un centenar de muertos, más de 100.000
damnificados, puentes y carreteras destruidos, daños que bajarán por lo
menos un punto el producto interior bruto de este año— no dan cuenta del
sufrimiento de millares de familias, que, sobre todo en Piura,
Lambayeque, Ancash, Apurímac y La Libertad, pero con repercusiones en
todo el territorio nacional, han visto desmoronarse sus vidas en
tragedias sin cuento, perdiendo seres queridos, medios de sustento y
descubriendo que su futuro era devorado de la noche a la mañana por la
incertidumbre y la ruina.
Las últimas imágenes que he visto de Piura en la televisión
cuando me sentaba a escribir este artículo me han dejado horrorizado,
las aguas del río han ocupado todo el centro de la ciudad y en la plaza
de Armas, junto a la catedral, y en la avenida Grau la gente avanzaba
con el agua hasta la cintura y, en trechos, hasta los hombros, en un
inmenso lago fangoso en el que flotaban animales, enseres domésticos,
ropas, muebles, arrebatados por las trombas de agua del interior de las
casas y edificios anegados. El colegio San Miguel, donde terminé mis
estudios secundarios, antigua y noble casona republicana que era ya una
ruina con ratas y que iba a ser convertida en un centro cultural
—promesa que la incuria de las autoridades incumplió— pasó ya del todo,
por lo visto, a mejor vida. Produce vértigo imaginar a las criaturas y a
los ancianos arrastrados por los aniegos y torrenteras armadas de
barro, piedras y árboles decapitados.
Cuando yo fui a vivir a Piura por primera vez, en 1946, la
ciudad y sus contornos, rodeados de arenales desiertos, se morían de
sed. El río Piura era de avenida y las aguas sólo llegaban en el verano,
cuando se deshelaba la cordillera y, convertida en cascadas y arroyos,
bajaba a traer la vida a las calcinadas tierras de la costa. La llegada
de las aguas a Piura era una fiesta con fuegos artificiales, bandas de
música, valses y tonderos, y hasta el obispo metía sus pies en el agua
para bendecir a las aguas bienhechoras. Los chiquillos más valientes se
arrojaban al flamante río Piura desde lo más alto del Puente Viejo.
Sesenta y cinco años después, las mismas aguan que traían ilusiones y
prosperidad, acarrean la muerte y la devastación a una de las regiones
peruanas que se había modernizado y crecido más en los últimos tiempos.
Curiosamente, esta tragedia parece haber tocado una fibra
íntima en la sociedad en general, pues el pueblo entero del Perú da la
impresión de haberse volcado en un movimiento de solidaridad y compasión
hacia las víctimas. Una movilización extraordinaria ha tenido lugar, de
gente de toda condición, que, deponiendo prejuicios, rivalidades
políticas o religiosas, presta la ayuda que puede, llevando frazadas y
colchones, haciendo colectas, armando tiendas de campaña en las zonas de
emergencia, o poniendo en marcha las cocinas populares. Hay que decir
que, a la vanguardia de este movimiento, está el Gobierno entero,
empezando por el presidente de la República y sus ministros, a quienes
se ha visto repartidos por todos los lugares más afectados, dirigiendo
las operaciones de salvamento junto a las brigadas de militares y de
voluntarios civiles. Y yo mismo he visto a mis dos nietas más pequeñas,
Isabella y Anaís, preparando dulces y golosinas con sus compañeros de
clase para venderlas y recabar fondos de ayuda a los damnificados. No
recuerdo un sobresalto tan generoso y tan unánime de la sociedad peruana
ante una tragedia nacional (y eso que, aunque con largos intervalos,
nunca dejan de ocurrir).
Tal vez los peruanos estén diciéndole a la naturaleza ciega y cruel que no se dejarán abatir por lo ocurrido
Tal vez este hecho excepcional sea una respuesta
inconsciente a la tremenda injusticia que significa la catástrofe del
Niño Costero (así se le ha bautizado). Aunque todavía hay muchas cosas
que andan mal en el país, la verdad es que, haciendo las sumas y las
restas, desde que en el año 2000 cayó la última dictadura que padecimos,
el Perú andaba bastante bien. La democracia funcionaba y, me parece,
había un enorme consenso nacional a favor de mantener este sistema,
perfeccionándolo y depurándolo, como el más adecuado —el único, en
verdad— para progresar de veras, tanto en el campo económico, como en el
social y cultural, creando cada vez mayores oportunidades para todos,
desarrollando las clases medias, estimulando la inversión y respetando
los derechos humanos, la libertad de expresión y la legalidad. Desde
aquel año fronterizo hemos tenido cuatro Gobiernos nacidos de elecciones
libres, y, aunque la corrupción haya envilecido la gestión de por lo
menos dos de ellos, lo cierto es que el país ha progresado en estos 17
años más que en el medio siglo anterior. Nadie duda que la corrupción es
un tóxico que amenaza la vida democrática. Pero la libertad es el
instrumento primordial para combatirla de manera eficaz y erradicarla.
Una prensa libre que la denuncie, una justicia independiente y gallarda
que no tema enjuiciar y sancionar a los poderosos que delinquen. Una
opinión pública que no tolere las picardías y las coimas. Todo eso ha
estado ocurriendo en este Perú sobre el cual, de pronto, se
desencadenaron los elementos para golpearlo con ferocidad. Tal vez los
peruanos que han reaccionado de manera tan rápida, apoyando con tanto
empeño a las víctimas, estén diciéndole de este modo a la naturaleza
ciega y cruel que no se dejarán abatir por lo ocurrido, que lucharán
para reconstruir aquello que ha sido derribado y, aprovechando la
lección, tomar precauciones para que los huaycos del futuro sean menos
depredadores.
Escribo este artículo en Arequipa, mi ciudad natal, donde he
venido a hacer una nueva entrega de libros a la biblioteca que lleva mi
nombre. Mientras lo escribía he tenido todo el tiempo en la memoria,
junto con las imágenes de los piuranos con el agua hasta el cuello,
entre los tamarindos de la plaza de Armas, a un personaje literario que
siempre he admirado: Jean Valjean, el héroe de Los miserables.
Las injusticias más monstruosas le cayeron encima; fue a la cárcel
muchos años por haber robado un pan; Javert, un policía tenaz y
despiadado, lo persiguió toda su vida, sin permitirle un solo día de
paz. Pero él nunca se dejó abatir, ni vencer por la rabia, o por la
desmoralización. Cada vez se levantó, enfrentándose a la adversidad con
su limpia conciencia y su voluntad de supervivencia intacta, hasta aquel
instante supremo de la muerte, con los candelabros en las manos de
Monseñor Bienvenue, que se los había entregado diciéndole: “Te he ganado
para el bien”. Hay momentos privilegiados en que los países pueden ser
tan admirables como los grandes personajes literarios.
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