Es un lugar común señalar el envejecimiento de la población como el principal acelerador del gasto sanitario, ya casi insostenible. Los viejos, efectivamente, requieren más asistencia médica y por individuo consumen más recursos, varias veces más, que los no viejos. En 2004, el gasto sanitario en Estados Unidos por persona de 65 o más años fue de 14.500 dólares (10.752 euros) y de 25.700 (19.000 euros) el de un octogenario, el triple y el quíntuplo, respectivamente, del de un norteamericano de entre 19 y 64 años: 4.500 dólares -3.337 euros- (web Health Affairs 27.1-2:1, 2007). En las restantes naciones industrializadas se producen también, con distintas cifras de gasto, análogas diferencias que llevan enseguida a una fácil deducción: cuantos más viejos haya en un país, mayor será el gasto sanitario total y, sin duda, el número de viejos aumenta continuamente. Así que basta con hacer algunos cálculos sencillos para ver el futuro cercano que amenaza con ahogar las ya muy apuradas finanzas de los sistemas públicos de salud.
Los hechos, sin embargo, no confirman esta lógica aritmética. En un riguroso análisis de una larga serie de 29 años de las tasas de envejecimiento y de gasto sanitario de 20 naciones de la OCDE, el economista Thomas E. Getzen observó (Journal of Gerontology: Social Science, 47.3:598, 1992) que en los países más envejecidos el gasto sanitario total no era más alto, ni había crecido con mayor rapidez en los que habían envejecido más deprisa. Es decir, no pudo encontrar correlación alguna entre los datos de gasto y de vejez. Getzen explica que la extrapolación del mayor gasto por persona vieja al mayor gasto nacional encierra una "falacia de composición": asume que aquello que es verdad para un individuo también ha de ser verdad para el conjunto. La realidad que deja ver una sección transversal de la población en un momento dado, añade otro economista, Uwe Reinhardt, no es una guía fiable de lo que sucede en un país cuando su población entera envejece a lo largo del tiempo. Cuentas que parecen bien hechas conducen al error. Naturalmente, el trabajo de Getzen ha dado lugar a una abundante y sólida bibliografía que lo refrenda y desarrolla.
Esta desconexión entre el gasto médico y el envejecimiento de la población de un país puede percibirse incluso a simple vista -no, claro, con la precisión y seguridad de un método científico, pero sí con indudable valor indicativo- examinando a la vez las estadísticas internacionales demográficas y las de gasto sanitario en porcentajes del PIB. En las más recientes (OCED StatExtrac Internet 2010 y OCED Health Data 2009) son muchos los casos de divergencia y uno de ellos, llamativo: la nación más envejecida, Japón, está entre las de gasto más bajo (ocupa el lugar 21 de 30) y la nación de gasto más alto, Estados Unidos, es una de las menos envejecidas (puesto 23). Otros países en la primera línea de envejecimiento también se sitúan en lugares muy inferiores de gasto: Italia, 3ª en vejez y 16ª en gasto; Suecia, 5ª y 14ª; Grecia, 4ª y 11ª; Finlandia, 11ª y 20ª; España, 12ª y 18ª, todas respectivamente. Y al revés, naciones poco envejecidas soportan un elevado gasto, como Canadá, 20ª en envejecimiento y 6ª en gasto; u Holanda, 16ª y 9ª; o Islandia, 26ª y 12ª.
En prácticamente todos los estudios de proyección del gasto sanitario anual de países diversos (Australia, Canadá, Estados Unidos, etc.), el envejecimiento de la población resulta ser una variable de escasa influencia, secundaria. En una tasa de crecimiento compuesto anual del 8,48 (estimada para Estados Unidos de 1990 a 2030), el envejecimiento solo explica un 0,5%, un dieciseisavo, proporción en la que coinciden diferentes proyecciones.
Son otros los factores que avivan la demanda de asistencia médica y, por tanto, el gasto sanitario total, como el aumento de la renta per cápita, el incesante progreso de la tecnología (los dos principales), el aumento de la población, el mayor uso de los servicios médicos por todos los grupos de edad, la inflación adicional de los precios de la asistencia, la oferta de médicos y personal sanitario, y la gestión y la estructura de incentivos del sistema.
Los datos son concluyentes pero el mito de la "vejez gastadora" es tenaz y crece. En cualquier ocasión se insiste en el peligro de la longevidad para las finanzas de la sanidad pública. Según Robert Evans, porque el mito proporciona una "ilusión de necesidad": si el gasto sanitario es impulsado por inevitables fuerzas externas, la necesidad de disponer de más fondos cada día es indiscutible y está justificada. Es algo que viene impuesto y de lo que, además, nadie puede ser responsable, ni los médicos, ni los gestores, ni los políticos, ni los gobernantes. El mito del envejecimiento de la población permite, pues, exigir más recursos y anular la responsabilidad. Sin duda, es muy útil para muchos.
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