La hedionda realidad sobre la higiene en los barcos de guerra españoles del siglo XIX
El hacinamiento y la escasez de agua hacían que los marineros pudiesen pasar hasta dos meses sin asearse. Las enfermedades proliferaban, se unían a las dolencias provocadas por las batallas y hacían que las enfermerías estuviesen saturadas
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Las películas han logrado que no sea difícil imaginar cómo era combatir sobre la borda de un buque de guerra del siglo XIX. Sin embargo, hay algo que no se nos suele pasar por la cabeza cuando pensamos en un navío de la armada española. ¿Cuál era el olor que emanaba de su interior? La respuesta se obtiene al analizar las escasas condiciones de higiene y la falta de agua dulce que sufrían los marineros: pestilente y nausabundo.
A pesar de que se hicieron grandes avances en la mejora de las condiciones higiénicas durante los siglos XVIII y XIX, lo cierto es que fue una tarea igual de compleja que enfrentarse a los buques de la «Royal Navy» en el Canal de la Mancha. Así pues, las enfermedades proliferaban en el interior de los navíos (en especial durante las largas travesías) y saturaban unas, ya de por sí, enfermerías copadas por culpa de las batallas.
Escasa higiene
La higiene era escasa en los buques de guerra de los siglos XVIII y XIX. Según explicó el Museo Naval de Madrid en un artículo publicado en 2017 ( «La higiene en los barcos antiguos»), por entonces el número de hombres embarcados era, aproximadamente, diez veces mayor que el de los cañones que hubiera en el bajel. Así pues, un navío de línea con 74 bocas de fuego solía contener unas 700 almas en su interior. El resultado era un hacinamiento tal que la comodidad y la limpieza brillaban por su ausencia.
Como era de esperar, esto provocaba una ingente cantidad de enfermedades debido a la humedad, la mala ventilación y la escasez de limpieza. Las enfermedades se agravaban debido a que, en palabras de la misma entidad, los buques solían llevar multitud de animales durante las travesías extensas.
El doctor en historia Jesús María Ruiz Vidondo confirma estas palabras en el artículo «La batalla de Trafalgar»: «En los barcos había gran hacinación. Los barcos eran de 2 y 3 puentes y tenían de 700 a 1.000 hombres, era fácil el contagio y difícil la curación. En los barcos se pasaba rápido del calor al frío, víveres y agua se degradaban, la dieta era poco equilibrada...». La mala ventilación (era habitual que, cuando el mal tiempo llegaba, se cerraran los bajeles a cal y canto) agravaba más esta situación.
Según el experto, las enfermedades que más se extendían en los navíos por la falta de limpieza eran la disentería y, en el extremo, también el escorbuto. «La primera causa de mortalidad, más que la guerra, eran los accidentes o una enfermedad», añade
Por si fuera poco, en los bajeles escaseaba el agua dulce. De hecho, la sed solía aplacarse con otro tipo de brebajes más fáciles de almacenar (y más espirituosos) como el vino. El líquido elemento era tan preciado que no era utilizado en baños o para limpiar los uniformes. Los marinos tenían que poner a punto sus ropas con aquello que podían extraer del mar y podían pasar sin bañarse hasta dos meses. Algo que generaba un hedor pestilente y la aparición de determinadas enfermedades como la sarna.
«Había tripulantes que pasaban casi dos meses sin asearse, siendo las consecuencias no solo el mal olor que desprendían, sino la aparición de enfermedades cutáneas», explica Esteban Mira Caballos en «Las Armadas del Imperio: Poder y hegemonía en tiempo de los Austrias».
Tampoco faltaban los recurrentes vómitos provocados por la bravura del mar; los cuales desprendían, como se puede suponer, un hedor desagradable. El resultado, si las olas no eran excesivas, era la burla de los marineros más experimentados. Aunque estos no se libraban de arrojar sobre la cubierta la comida si las aguas se embravecían en exceso. Los remedios eran irrisorios. En algunos manuales del siglo XVIII, como bien señala Mira, aconsejaban desde «beber agua de mar» para que el estómago se acostumbrase a ella, hasta comer pan tostado impregnado en vinagre.
En palabras de Mira, solo había un momento en el que los marineros podían asearse un poco: cuando se daban un chapuzón durante los momentos en los que el mar estaba en calma. «Aunque nunca fueron demasiado frecuentes por dos motivos: primero, por los peligros del mar, especialmente en áreas como la caribeña, donde se temía a los tiburones y a otros depredadores marinos. Y segundo, porque la mayor parte de los tripulantes y del pasaje ni tan siquiera sabía nadar», añade.
La higiene también era escasa en lo que se refiere a los baños. Los buques de guerra tenían habilitados dos lugares en los que poder evacuar. Estas letrinas estaban ubicadas a proa (para la marinería) y en popa (para los oficiales). Las primeras eran las más peligrosas, pues aquel con deseos de aliviarse podía irse al mar si el oleaje era excesivo. «Más adelante se establecieron tablas agujereadas (a modo de váteres), llamados beques, para evitar accidentes», añade el Museo Naval. Los mandamases tenían el privilegio de contar con una protección para el mal tiempo. En todo caso, no era extraño quitarse aquel pesar mirando a las aguas cuando la batalla estaba en ciernes.
Los continuos problemas generados por la falta de higiene provocaron que los médicos navales establecieran multitud de obligaciones sanitarias a partir del siglo XVIII. Vidondo recoge en su artículo algunas de ellas como limpiar de forma concienzuda las cubiertas, «dejar las puertas abiertas para que corriera el aire» o el «uso obligatorio de las letrinas». El Museo Naval añade las «fumigaciones con enebro, vinagre y pólvora de cañón» cada mañana en «zonas como la sentina, la bodega o el sollado y las baterías o cubiertas», y «dos veces al día en la enfermería».
Enfermedades traumáticas
Las enfermedades saturaban la enfermería. Aunque las batallas seguían siendo la principal fuente de pacientes. Durante el combate, los marineros hispanos solían visitar al «matasanos» cuando una bala les arrancaba alguna que otra extremidad o, incluso, cuando una astilla perdida les reducía a la mitad el número de ojos útiles en la cara. Tampoco estaban exentos de un viaje a ella los marinos que, bajo cubierta, dedicaban sus esfuerzos a coser a balazos al enemigo, pues podían sufrir fracturas debido al retroceso de sus propios cañones. Finalmente, no ayudaban a reducir el trabajo del médico los múltiples cortes que hachas, sables y pistolas provocaban durante los abordajes.
Este tipo de heridas eran las conocidas como enfermedades traumáticas, y de su tratamiento se encargaba en aguas españolas (y hasta el siglo XVIII) el cirujano, un especialista en coser, rajar y, sobre todo, amputar (el remedio por excelencia en los navíos). «En esa época aún existía diferencia entre médicos y cirujanos, aunque para el combate se prefería la formación quirúrgica a la médica ya que las principales enfermedades eran traumáticas», explicaba en 2013, en declaraciones para ABC, el capitán de navío de la Armada Española e historiador José María Blanco Núñez y el teniente coronel farmacéutico y jefe de los servicios farmacéuticos de la Armada en Ferrol Francisco Javier Pallarés Machuca.
Con todo, también podía darse el caso de que el encargado de tratar los hachazos y cañonazos fuera un médico-cirujano, un profesional que se encargaba tanto de cortar una pierna como de curar un resfriado. «Si había estudiado en el Real Colegio de Cirugía de Cádiz su formación era tanto quirúrgica como médica. Terminaban sus estudios como Médico-Cirujanos desde el año 1791 en que se aprobó la unificación de las dos facultades solo para los alumnos de ese Colegio», añaden ambos expertos.
Cajas de cirugía
Para tratar este tipo de sangrientas heridas el médico-cirujano contaba con múltiples herramientas que, más que utensilios médicos, parecían los aperos de un carnicero. «Las “cajas de cirugía” debían ser embarcadas por ellos y llevaban todo lo necesario para su trabajo: lancetas, tijeras, pinzas, tablas de inmovilizar fracturas, jeringas, sierras de amputación, rígidas o de cadena, fórceps, escalpelos, catéteres de metal, etc.», completan Núñez y Machuca.
Sin embargo, la prioridad del médico-cirujano durante la batalla no era salvar vidas, sino devolver soldados a cubierta para que se batieran en nombre de Su Majestad. «Lo importante era que el buque siguiera combatiendo. En medicina de campaña, en términos generales, la prioridad (lógico) es devolver hombres al combate, por eso las heridas más leves son prioritarias sobre las más graves y complicadas. La enfermería se establecía en una batería baja, separando su espacio con lonas, al igual que se hacía para los camarotes de la oficialidad, el famoso cuadro de la muerte de Nelson a bordo del “Victory”, confirma este aspecto», añaden los militares.
A pesar de todo, y como bien señalan Núñez y Machuca, acudir a la enfermería solía significar, en multitud de casos, la diferencia entre vivir para combatir un día más o morir heroicamente por el país: «La supervivencia dependía del tipo de trauma, a qué nivel se producía y si se presentaba o no infección u otro tipo de problema, pero en general sobrevivían bastantes, si bien no hay cifras estadísticas».
Muerte invisible
Pero las reyertas no eran lo único que obligaba a los capitanes a llenar ataúdes, pues el día a día traía consigo decenas de mortales e invisibles acompañantes: las enfermedades. Las que más daños solían causar entre los tripulantes eran las provocadas por la escasez de limpieza, aunque no eran las únicas. «Por la falta de ventilación, aireación y salubridad en los sollados, las enfermedades más usuales eran las que afectaban principalmente al aparato respiratorio y también las higiénicas», destacan los españoles.
La enfermedad más habitual durante las largas travesías era el escorbuto, una dolencia que solía aparecer entre los navegantes debido a que su dieta era muy pobre en vitamina C (presente principalmente en cítricos, frutas y verduras). Esta afección generaba manchas en la piel y provocaba desde severas hemorragias en nariz y encías hasta la pérdida de dientes. A su vez, también era habitual la aparición de la fiebre amarilla –la cual llevaba al afectado a vomitar sangre e, incluso, a tener delirios y fiebre- o la peste –que se manifestaba mediante fiebre, convulsiones y, dependiendo de su variedad, dificultades respiratorias o sangrados-.
Ante estas dolencias poco podían hacer los médicos-cirujanos. «Con los medios que llevaban y ante enfermedades médicas (no traumáticas) importantes (Tisis, Neumonía, etc.) poco podían hacer con los medios (medicamentos) que disponían. Para la fiebre amarilla y la peste, y hasta la aparición de los anti-infecciosos, no había tratamiento etiológico (contra la causa) por lo que solo se trataban los síntomas», completan Núñez y Machuca.
El caso del escorbuto era diferente, pues sí disponía de una cura que se podía aplicar estando en tierra. «Para otras enfermedades, como el escorbuto, si se había encontrado solución. Se sabía que los cítricos lo curaban, pero a la semana de navegación estos comenzaban a pudrirse. Un médico de la armada decidió hervir zumo de naranja a finales del XVIII, pero ese precedente de la “pausterización” fracasó porque la vitamina “C” se destruye por encima de los 60º C.», final
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