viernes, marzo 27, 2020

Lo que Necesitamos , de verdsd

Lo que (realmente) necesitamos

La genialidad del capitalismo de la posguerra habría consistido en reorientar la voluntad de cambio hacia el insaciable deseo de consumir. Actualmente, este modelo ve sus límites en el agotamiento de los recursos naturales. Para idear un modo de vida satisfactorio y a la vez sostenible, no basta con rechazar el imperio de las mercancías. En primer lugar hay que reflexionar sobre lo que nos es indispensable.
por Razmig Keucheyan, febrero de 2017
Jung-Yeon Min. — "Rendez-moi la lune", 2015
La transición ecológica supone tomar decisiones con respecto al consumo. Pero, ¿sobre qué base? ¿Cómo distinguir las necesidades legítimas, que podrán satisfacerse en la sociedad futura, de las necesidades egoístas e irrazonables, a las que habrá que renunciar? Es la cuestión que aborda el Manifeste négaWatt (Manifiesto negaWatt), una de las obras de ecología política más estimulantes publicadas en francés recientemente, redactada por especialistas del ámbito energético (1). Un “negaWatt” es una unidad de energía ahorrada –“nega”, de “negativo”–. Gracias a las energías renovables, al aislamiento de los edificios o al fomento de la producción local, es posible, según los autores, poner en marcha un sistema económico ecológicamente viable a escala de un país e incluso más allá. Nuestra sociedad, con una presencia constante de la tecnología, esconde importantes “yacimientos de negawatts”.
El consumismo reinante no podría perdurar, ya que aumenta de forma permanente los flujos de materias primas y de consumo de energía. Además, ya no hay que demostrar sus efectos enajenantes sobre las personas. Una sociedad “negaWatt” es una sociedad de la sobriedad en la que se descartan de forma deliberada algunas posibilidades de consumo porque son consideradas nefastas. Pero, ¿con qué criterios?
Para responder a esta cuestión, los autores del Manifeste distinguen las necesidades humanas auténticas, legítimas, las cuales habrá que continuar satisfaciendo, y las necesidades artificiales, ilegítimas, de las cuales habrá que deshacerse. El primer grupo incluye aquellas que califican como “vitales”, “esenciales”, “indispensables”, “útiles” y “convenientes”; el segundo, las que consideran “accesorias”, “fútiles”, “extravagantes”, “inaceptables”, “egoístas”.
Así pues, surgen dos problemas. En primer lugar, ¿cómo definir una necesidad “esencial”? ¿Qué la distingue de una necesidad “accesoria” o “inaceptable”? Y, a continuación, ¿quién decide? ¿Qué mecanismos o instituciones otorgarán legitimidad a la decisión de satisfacer una necesidad en vez de otra? El Manifeste négaWatt no dice nada al respecto.
Para responder a estas cuestiones, merece la pena recurrir a dos pensadores críticos y pioneros de la ecología política, André Gorz y Ágnes Heller. En los años 1960 y 1970 desarrollaron una teoría de las necesidades sofisticada y de gran actualidad (2). Ambos abordaron estas cuestiones a partir de una reflexión sobre la enajenación, la cual puede medirse en función de necesidades auténticas. En efecto, nos encontramos enajenados con respecto a un estado ideal al que buscamos regresar o que buscamos alcanzar finalmente. La noción designa el proceso por el cual el capitalismo provoca necesidades artificiales que nos alejan de este estado. Además de ser enajenantes, la mayoría de estas necesidades no son ecológicamente realistas.
¿Qué es una necesidad “auténtica”? Por supuesto, se piensa en las exigencias de las que depende la supervivencia o el bienestar del organismo: comer, beber o protegerse del frío, por ejemplo. En los países del Sur, e incluso del Norte, no se satisfacen algunas de estas necesidades básicas. Otras, que antes sí eran cubiertas, lo son cada vez menos. Hasta hace poco, respirar aire no contaminado era algo evidente; no obstante, se ha dificultado en las megalópolis contemporáneas. Lo mismo ocurre con el sueño. Hoy, la contaminación lumínica dificulta la conciliación del sueño a muchas personas, ya que la omnipresencia de luz en las ciudades retrasa la síntesis de la melatonina (llamada “hormona del sueño”). En algunos países, la lucha contra la contaminación lumínica ha provocado la emergencia de movimientos sociales que reivindican el “derecho a la oscuridad” y la creación de “parques de estrellas” no contaminados por la luz artificial (3).
Muchos ciudadanos también conocen el ejemplo de la contaminación acústica. Se dedican cantidades de dinero crecientes al aislamiento de las viviendas para satisfacer una necesidad –el silencio– que antes era gratis. Estos nuevos gastos pueden hacer que el índice de beneficios disminuya, pero ofrecen a la vez fuentes de enriquecimiento, por ejemplo, para las empresas especializadas en insonorización.
No todas las necesidades “auténticas” son de carácter biológico. Querer y ser querido, formarse, dar muestras de autonomía y de creatividad manual e intelectual, participar en la vida de la comunidad, contemplar la naturaleza... En el plano fisiológico, es cierto que se puede vivir sin esas necesidades, pero son consustanciales a la definición de una vida humana digna de ser vivida. André Gorz las llama “necesidades cualitativas”; Ágnes Heller, “necesidades radicales”.
Las necesidades cualitativas o radicales se basan en una paradoja. El capitalismo, a la vez que explota y enajena, genera a la larga cierto bienestar material entre importantes sectores de la población. Así, libra a los individuos de la obligación de luchar día a día para asegurar su supervivencia. Entonces cobran importancia nuevas aspiraciones, cualitativas. Pero, a medida que el capitalismo adquiere poder, impide su plena realización. La división del trabajo encierra al individuo en funciones y competencias limitadas a lo largo de su vida, impidiéndole desarrollar libremente la gama de facultades humanas. Igualmente, el consumismo entierra las necesidades auténticas bajo necesidades artificiales. La compra de un producto satisface una necesidad real en escasas ocasiones. Procura una satisfacción momentánea; después, el deseo que la propia mercancía había despertado se vuelve a desplegar hacia otro escaparate.
Las necesidades auténticas, que constituyen nuestro ser, no pueden ser cubiertas en el régimen económico actual. Por ello son el fermento de muchos movimientos de emancipación. “La necesidad es en germen revolucionaria”, afirma André Gorz (4). Buscar satisfacerla conduce a que los individuos, tarde o temprano, sometan a crítica el sistema.
Las necesidades cualitativas evolucionan históricamente. Viajar, por ejemplo, permite al individuo adquirir conocimientos y abrirse a la alteridad. Hasta mediados del siglo XX, sólo las elites viajaban. Hoy en día, esta práctica se democratiza. Se podría definir el progreso social como la aparición de necesidades cada vez más enriquecedoras, sofisticadas y accesibles para el mayor número de personas.
No obstante, algunas veces aparecen aspectos nefastos a lo largo del camino. Aunque el transporte en avión que proponen las compañías de bajo coste contribuye a hacer que viajar sea accesible para las clases populares, también emite una enorme cantidad de gases de efecto invernadero y destruye los equilibrios de las zonas a las que los turistas acuden en masa para ver... a otros turistas que se encuentran mirando lo que hay que ver. Viajar ha pasado a ser una necesidad auténtica; sin embargo, habrá que inventar nuevas formas de desplazarse, adaptadas al mundo de mañana.
Aunque el progreso social a veces induce a efectos perversos, algunas necesidades con orígenes nefastos pueden, por el contrario, convertirse en viables con el tiempo. En la actualidad, poseer un smartphone remite a una necesidad egoísta. Estos teléfonos contienen “minerales de sangre” –tungsteno, tántalo, estaño y oro, entre otros–, cuya extracción ocasiona conflictos armados y graves contaminaciones. Sin embargo, no se cuestiona el aparato en sí. Si se creara un smartphone “ético” –el “fairphone” se concibió como una prefiguración de ello (5)–, no hay ninguna razón para que se rechace este objeto entre las sociedades futuras. Tanto más cuanto que ha dado lugar a nuevas formas de sociabilización a través del acceso continuo a las redes sociales o a través de la cámara fotográfica que incluye. Que promueva el narcisismo o que genere neurosis entre sus usuarios puede no ser inevitable. En este sentido, no se puede descartar que el smartphone, mediante algunos de sus usos, se transforme progresivamente en una necesidad cualitativa, como antes lo hizo el viajar.
Según André Gorz, la sociedad capitalista tiene como divisa: “Lo que es bueno para todos no vale nada. Sólo serás respetable si tienes algo ‘mejor’ que los demás”. A esto se le puede oponer una divisa ecologista: “Sólo es digno de ti lo que es bueno para todos. Sólo merece ser producido lo que ni privilegia ni rebaja a nadie”. Según Gorz, una necesidad cualitativa cuenta con la particularidad de que no se expone a la “distinción”.
En un régimen capitalista, el consumo reviste, en efecto, una dimensión ostentosa. Comprar el último modelo de coche remite a exhibir un estatus social (real o supuesto). No obstante, un buen día, ese modelo pasa de moda y su poder distintivo se hunde, provocando la necesidad de realizar otra compra. Esta huida hacia adelante inherente a la economía de mercado obliga a las empresas que compiten entre ellas a producir siempre mercancías nuevas.
¿Cómo acabar con esta lógica de distinción productivista? Por ejemplo, alargando la vida útil de los objetos. Una petición realizada por la sección francesa de Amigos de la Tierra reclama que la garantía de las mercancías pase de dos años –una obligación inscrita en el derecho europeo– a diez años (6). Se repara más del 80% de los objetos aún en periodo de garantía; ahora bien, ese porcentaje desciende a menos del 40% una vez vencido dicho periodo de garantía. Moraleja: cuanto más tiempo abarca la garantía, más duran los objetos; y más disminuye la cantidad de mercancías vendidas y, por lo tanto, producidas. Esto, asimismo, limita las lógicas de distinción, las cuales se basan a menudo en el efecto de la novedad. La garantía es la lucha de clases aplicada a la duración de la vida útil de los objetos.
¿Quién determina el carácter legítimo o no de una necesidad? Aquí aparece un riesgo, denominado por Ágnes Heller como “la dictadura sobre las necesidades” (7), como la que prevaleció en la URSS. Si una burocracia de expertos autoproclamados deciden cuáles son las necesidades “auténticas” y, como consecuencia, las elecciones de producción y de consumo, éstas cuentan con pocas posibilidades de ser juiciosas y legítimas. Para que la población acepte la transición ecológica, hace falta que las decisiones que subyacen en ella den lugar a su adhesión. Establecer una lista de necesidades auténticas no es nada evidente y supone una continua deliberación colectiva. Por lo tanto, se trata de crear un mecanismo que venga de abajo, de donde emana democráticamente la identificación de las necesidades razonables.
Resulta difícil imaginar cómo podría ser semejante mecanismo. Esbozar sus contornos constituye una tarea candente de nuestra época de la que depende la construcción de una sociedad justa y viable. Por supuesto, el poder público tiene un papel por desempeñar, por ejemplo, estableciendo tasas para las necesidades fútiles con el fin de democratizar las necesidades auténticas o regulando las elecciones de los consumidores. Pero aún hay que convencer de la futilidad de numerosas necesidades y, para ello, hace falta un dispositivo situado lo más cerca posible de los individuos. Se trata de extraer al consumidor de su pulso con la mercancía y de reorientar la libido consumandi hacia otros deseos.
La transición ecológica nos incita a fundar una democracia directa, más deliberativa que representativa. La adaptación de las sociedades a la crisis medioambiental supone reorganizar por completo la vida cotidiana de las poblaciones. Ahora bien, esto no se llevará a cabo sin movilizarlas, sin apoyarse en sus saberes y en su savoir-faire ni sin transformar en un mismo movimiento las subjetividades consumistas. Así pues, hay que conseguir una nueva “crítica de la vida cotidiana”; una crítica elaborada de manera colectiva.

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