El Poder Ejecutivo debería observar la llamada ley contra la comida chatarra. No sólo porque perjudica la producción de alimentos y la publicidad (contraviniendo incluso normas de la OMC que obligan al Perú), sino sobre todo porque no se justifica traducir en leyes imperativas cualquier cosa que suene bienintencionada (columnas Por qué sigo siendo liberal y La polémica de los liberales).
No es cierto que esta ley busque ‘sólo’ o principalmente regular (y no prohibir) la publicidad engañosa y manipuladora de niños. El principio de veracidad y la protección a los menores son parte de la legislación general publicitaria hace muchos años (un informe de hace siete años en esta revista indagaba incluso sobre el exceso de celo de Indecopi en la aplicación de esta última, ver informe No más niños Goyitos).
Lo que sí cambia la ley –y es la razón de su existencia– es lo siguiente: (i) crea el Observatorio de Obesidad; (ii) prohíbe que los quioscos escolares vendan comida ‘no saludable’; (iii) establece que la publicidad dirigida a menores no debe incentivar el consumo ‘inmoderado’ de ciertos alimentos (considerados dañinos por la ley); (iv) establece la futura eliminación (¡!) de alimentos con grasas trans vía reglamento; y (v) obliga a que todo mensaje publicitario dirigido a niños sea ‘objetivo’, que es la mejor manera de matar la publicidad (columna El otro lado del espejo), porque la gente no toma decisiones puramente objetivas sino también emocionales.
Justamente es la pretendida ‘objetividad’ del concepto ‘saludable’ el principal error epistemológico de la ley. Se asume que hay cosas objetivamente saludables y dañinas. Pero algunas cosas dañan y benefician más a unas personas que a otras. Hay gente atlética con alto colesterol y obesos con niveles tolerables. La correlación es probabilística, pero no objetivamente causal. Las personas somos iguales ante la ley, pero no somos literalmente iguales en todo (no por cierto en nuestras reacciones fisiológicas). Imponer leyes que asumen que todos reaccionamos igual a cualquier estímulo es anular la diversidad humana, ya no siquiera cultural (que tanto gusta al pensamiento ‘progre’).
La ley asume también que el conocimiento nutricional actual es objetivo y definitivo. Pero eso también es falso. Cuando era niño me querían obligar a tomar leche, que yo odiaba. Mi padre trataba de convencerme haciéndome leer un artículo firmado por mi madre en el diario en el que ambos escribían y que resaltaba la importancia láctea en lanutrición infantil. Hoy hay un fuerte movimiento contra la leche de vaca, liderado en el Perú por el médico Sacha Barrio (ver Perú Económicoenero 2008). El conocimiento nutricional, como todo el conocimiento, es incompleto y cambiante. Y eso es razón más que suficiente para no imponerlo por ley.
Fiel a su nueva política de salud compulsiva, el Estado tendría entonces que prohibir o regular el vegetarianismo (y su publicidad), porque esa forma de nutrición eleva las probabilidades, por ejemplo, de déficits proteicos. Pero como no hay grandes corporaciones detrás y los sofisticados vegetarianos parecen cultos –no ignorantes como los comedores de ‘chatarra’–, tal prohibición no es políticamente rentable.
Lo concreto es que el Estado no debe promover ni mucho menos imponer ningún estilo de vida. Si en otros ámbitos (sexualidad, drogas) se acepta lo anterior con creciente facilidad, no se entiende por qué en materia alimentaria ocurre exactamente lo contrario (columnaImpuesto a la comida chatarra).
(Foto: Sugree Phatanapherom
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