La increíble expedición filantrópica del doctor Francisco Balmis sólo puede entenderse incardinada en su siglo – el XIX – y dentro del espíritu mejor entendido de la Ilustración como una época de luz que viene a dar dignidad al ser humano a través del conocimiento. Ese fue sin duda el ánimo que movió al doctor Balmis, cirujano de cámara del rey Carlos IV y más tarde también de su hijo Fernando VII, para emprender un peligroso viaje al Nuevo Mundo con la notable misión de hacer llegar a sus habitantes un nuevo descubrimiento científico: la vacuna contra la viruela.
La viruela es una enfermedad infecciosa que se conoce desde las antiguas civilizaciones – China, Egipto, Babilonia… – y que en Europa generó epidemias mortales entre los siglos XVI y XVIII, calculándose que a finales del siglo XVIII podían morir de esta enfermedad unas 400.000 personas en el viejo continente. Según se dice fueron los hombres de Pánfilo Narváez – que desembarcaron en Yucatán para apresar al conquistador Hernán Cortés – quienes introdujeron la enfermedad en América, provocando letales epidemias desde aquel preciso instante. El propio emperador Moctezuma falleció aquejado de viruela y la conquista del imperio azteca no habría sido tan factible sin los estragos de esta enfermedad entre los indios.
Hasta finales del siglo XVIII, la única vacuna conocida era la ‘variolización’, que consistía en provocar una enfermedad leve inoculando el pus de un enfermo a través de la piel, ya que se había observado que el que lograba resistir a la enfermedad quedaba inmunizado. Esta técnica no evitaba que el ‘vacunado’ padeciese los síntomas de la enfermedad, lo que en algunas ocasiones le llevaba a la muerte. En 1796, el médico inglés Edward Jenner observó que las personas que ordeñaban a las vacas y se contagiaban de las pústulas de ‘variola vaccinae’, poco agresivas para el hombre, quedaban inmunizadas para la viruela humana.
Jenner probó su teoría con un niño –una práctica que sería impensable hoy en día –, le inoculó la viruela vacuna y después le infectó con la humana viendo que, en efecto, era inmune. La vacuna de Jenner, cuyo nombre – vacuna – viene precisamente de su origen vacuno, era muy parecida a la variolización, pero en vez de inocular el pus de una vesícula de viruela humana, empleaba la linfa de una vesícula provocada por la viruela vacuna.
En 1802, seis años después del descubrimiento de la vacuna y dos años después de que fuese conocida en España, una terrible epidemia de viruela brota en Santa Fe de Bogotá y las autoridades piden ayuda al monarca español, Carlos IV. El rey, concienciado de los males de una enfermedad que había padecido – y sobrevivido, aunque con notables secuelas – su hija María Luisa, reúne enseguida a su Consejo y estudia la viabilidad del traslado de la vacuna, una operación complicada puesto que supone una travesía a Ultramar sin neveras que puedan garantizar la cadena de frío. ¿Cómo se llevaría entonces la vacuna?
Para esta pregunta esencial tuvo respuesta el doctor Francisco Balmis, cirujano militar con gran experiencia en América, que ya había descrito la técnica en su traducción del ‘Tratado histórico y práctico de la vacuna’, del médico francés Jacques Louis Moreau de la Sarthe, un volumen que se convertiría en el manual práctico de la expedición. En síntesis, lo que el doctor Balmis pretendía era llevar la vacuna en un recipiente humano, es decir, inyectada en la piel de una persona.El problema era que en una travesía de un mes el paciente vacunado ya habría desarrollado la enfermedad por lo que no se podría extraer la linfa de su organismo. Para subsanar este problema, Balmis pensó en una cadena humana que iría traspasando la vacuna brazo a brazo, para mantenerla siempre en plenitud de sus facultades curativas.
El siguiente paso era escoger el ‘recipiente’ y Balmis contó para ello con niños del hospicio de La Coruña. La elección de niños de corta edad era muy adecuada ya que la vacuna actuaba en ellos con más efectividad al tener menos desarrollado el sistema inmunológico, aunque esto los convirtiese en auténticas ‘cobayas humanas’. En realidad, se habían buscado voluntarios de entre 8 y 10 años, ofreciendo a cambio alimentación, vestido y educación a cargo del erario público hasta que el niño tuviese edad suficiente para trabajar, pero ninguna madre ofreció a su hijo para la tarea, por lo que hubo que alistar forzosamente a los huérfanos.
El 30 de octubre de 1803 partía del puerto de La Coruña la Expedición Filantrópica de la Vacuna a bordo de la corbeta María Pita. Comandaba la expedición el doctor Francisco Balmis, José Salvany y Lleopart era su segundo y con ellos viajaban dos ayudantes, dos practicantes, cuatro enfermeros y la rectora del Hospicio, Isabel Sendales, junto con 22 niños huérfanos de entre tres y ocho años. Sendales, la única mujer de la expedición, fue como una madre para aquellos jovencitos y su presencia fue vital para el éxito final de la expedición.
Financiaba aquella operación el erario público español, que se había propuesto como objetivo no sólo vacunar al mayor número de personas posible sino también enseñar a los médicos americanos a preparar su propia vacuna, para lo cual era esencial el reparto del manual ‘Tratado histórico y práctico de la vacuna’, del que se llevaron 500 volúmenes que en parte fueron sufragados por el propio Balmis.
Para que la cadena de conservación de la vacuna no se rompiese, dos niños eran vacunados cada nueve o diez días. En ese tiempo salían las erupciones en los brazos que habrían de proveer el valioso linfa para inocularlo en otros dos muchachos, al tiempo que se guardaba una muestra, la más fresca, en un envase especial que quedaba protegido al vacío.
Los riesgos, pese a la ingeniosa solución, eran abundantes. A veces los niños se rascaban y explotaban las ampollas y en ocasiones, se traspasaban la enfermedad al entrar en contacto mientras dormían, lo que obligaba a la tripulación a someterles a una estricta vigilancia.
La primera escala de la expedición se hizo en las Islas Canarias, donde fue recibida con honores y se realizaron vacunaciones en masa, para después continuar la travesía hacia las Américas. Arribaron en Puerto Rico, donde Balmis se llevaría su primera decepción al conocer que la vacuna ya había sido trasladada desde la isla danesa de Saint Thomas y administrada por el cirujano Francisco Oier lo que molestó mucho a Balmis que acusó a su colega de temerario y de mala praxis. Oier le demostraría al doctor su profesionalidad al exponer a sus propios hijos a la enfermedad, resultando que ambos estaban perfectamente inmunizados.
En Puerto Rico no hubo vítores, ni honores, ni siquiera vacunaciones y en cierto modo, lo que Balmis evidenció fue cierta frustración por lo inútil de su llegada tras una larga y costosa travesía. En todo caso, la Expedición Filantrópica de la Vacuna tendría tiempo para demostrar su tremenda utilidad en la siguiente escala, en Venezuela, donde se realizaron vacunaciones en masa dividiéndose después la misión en dos grupos. Uno, al mando de Balmis, zarpó a Cuba y el otro, comandado por Salvany, descendió por el continente. El médico catalán dedicaría el resto de su vida a esta misión, pasando por Cartagena de Indias, Panamá, Colombia, Bolivia, Perú, Chile y Ecuador y fallecería cinco años después tratando de llevar la vacuna a Buenos Aires.
Balmis, por su parte, pasaría por Cuba, México y Guatemala, partiendo en febrero de 1805 a Filipinas, donde llegaría tras una travesía llena de complicaciones junto a otros 25 niños mexicanos. De Filipinas, Balmis partiría a Macao y Cantón, introduciendo por primera vez la vacuna en el continente asiático. Agradecido por su labor filantrópica, el gobernador de Macao, por entonces colonia portuguesa, premió a Balmis y sus hombres con un pasaje a Lisboa.
El 14 de agosto de 1806, tres años después de haber partido de A Coruña y después de circunnavegar el globo, el doctor Balmis atracaba en Lisboa y se desplazaba después a Madrid en transporte oficial. Había vacunado a 250.000 personas, en su mayoría niños. Otras tantas serían vacunadas en los años posteriores a su llegada, gracias a los conocimientos que él dejó.
El de Balmis fue el primer programa de vacunación en masa de la historia y no existe misión filantrópica de una magnitud comparable. Su expedición fue un bello ejemplo de lo que la ciencia y el espíritu aventurero podían hacer por la humanidad. Si América vio mermada la letal influencia de la viruela un siglo y medio antes de que fuese totalmente erradicada de la faz de la tierra, en gran parte, fue gracias a la labor de Balmis, de sus hombres y de aquellos 22 galleguitos que fueron auténticas probetas humanas.
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