Hoy se cumplen 75 años de la muerte del arqueólogo, una personalidad de biografía escurridiza y temperamento singular
Los ojos de Howard Carter contemplaron en directo, por primera vez intacta (o casi), la tenebrosa verdad que escondían los restos milenarios de la gloria de los faraones. Él fue quien descubrió, con el ajuar funerario completo, la primera tumba de uno de los antiguos reyes de egipto: Tutankamón. Corría noviembre de 1922 y Carter rompió el sello de entrada a la tumba. Lo hizo lentamente. Y abrieron la primera puerta y encontraron otra puerta al fondo de un corredor. Junto a él estaba su patrocinador, Lord Carnavon, y su hija, Evelyn.
En ese segundo muro realizó una pequeña brecha por la parte superior izquierda e introdujo una débil linterna... Sus ojos fueron los primeros en verlo: la estancia negra al principio, una densa oscuridad de tiempo detenido, 3.300 años, hasta que los ojos se acostumbraron... Y entonces la luz comenzó a reflejar el contenido de la antesala y Carter se vió anegado por la emoción. Después de media vida excavando en mitad del desierto, sus ojos se humedecían cuando Lord Carnavon le preguntó, sin poder soportar la tensión ni un segundo más:«¿Puede usted ver algo en particular?» Y Carter respondió con voz quebrada, volviendo apenas la cabeza para que pudieran oírle: «Sí, se ven cosas maravillosas». Había decenas de objetos desordenados, cajas, sillas, muebles, y una lluvia de reflejos de oro. Un caos dorado y sombras. Tal era el poso de aquella gloria pasados 3.300 años.
Hoy hace 75 años de la muerte por un cáncer linfático de Howard Carter. El faraón niño, desde que él lo vio, no ha dejado de asombrar al mundo. No solo es por el oro y los ricos ajuares, o por los misterios que rodean su muerte prematura -enigmas que la ciencia continúa estudiando con los medios de la medicina nuclear-. Es también porque la apertura de la tumba de Tutankamón (que algunos ladronzuelos debieron tratar de saquear poco después del enterramiento) dioimpulso mundial al conocimiento científico de los ritos funerarios del antiguo egipto. Es el más importante hallazgo de la arqueología hasta la fecha. Por su impacto y también porque dio pie a uno de los falsos arquetipos más populares del siglo XX: la maldición de la momia. Una leyenda alimentada por la muerte de Lord Carnavon en 1923, con la que a todos nos ha gustado alguna vez jugar.
Pero ¿quién fue en realidad Howard Carter, el hombre que hizo posible todo aquello? Era un hombre difícil de vida escurridiza. Subiógrafo T. G. H. James así lo corrobora, porque igual que están bien documentadas sus excavaciones y su posterior lucha por mantener la dirección de la investigación de la tumba de Tutankamón, lo cierto es que se sabe realmente poco, casi nada, de su vida privada.Carter es en realidad un enigma comparable al del joven faraón.
La tenacidad que desplegó frente a la adversidad permite pensar que si hubiera sido un hombre fácil y más diplomático probablemente habría evitado problemas con las autoridades, pero la tumba nunca hubiera sido excavada en su totalidad.
La alegría por el descubrimiento de 1922 dio paso a una serie circunsancias problemáticas y penosas que comenzaron con la decisión de Carnavon de conceder la exclusiva de la excavación al «Times» de Londres. Ello les granjeó la animadversión de los medios de comunicación del mundo, con excepción de los medios egipcios, que invocaron además el odio al extranjero como respuesta al desaire.
En un momento de injerencia política poscolonial en los asuntos de las antigüedades egipcias, la muerte de Carnavon llenó de incertidumbre el futuro de la concesión para excavar la tumba. Por cómo gestionó esa incertidumbre, la figura de Carter arroja tantas sombras como luces merece su fama arqueológica. Trató de renovar la concesión a su nombre y de convencer a Evelyn, la hija de Carnavon, de que la renovase. Los nacionalistas egipcios presionaron al Gobierno, indignados, y todo Luxor era un avispero que giraba alrededor de los dos bandos, con el sarcófago en medio de la polémica. Allí Carter se mostró como autócrata, en ocasiones autoritario, falso y enrabietado. Y cometió su peor error: cerró la tumba en 1924, después de varias amenazas en hojas de avisos que clavaba en el lobby del hotel Winter Palace, mientras el sarcófago colgaba peligrosamente de unas cuerdas con las que se le iba a extraer.
La llegada de un nuevo ministro egipcio, Morcos Bey Hanna,empeoró la situación. En el juicio por recuperar la concesión, el abogado de Carter llamó «bandido» al Gobierno, por quitarle la posesión a la fuerza. Ladrón era un insulto grueso para un árabe y Bey Hanna había estado preso en el pasado por orden de las autoridades británicas. Estallaron protestas callejeras por todo egipto, con numerosos heridos.
Carter recibió la concesión en 1925, a nombre de la hija de Carnavon. Excluía la propiedad de ningún objeto salido de la tumba y acuerdos de exclusividad medios. Carnavon entonces nombró miembro de la expedición al enviado del «Times», con lo que volvió a estallar la polémica. Con mucho esfuerzo y tesón logró acabar el inventario arqueológico en 1932, ya bajo gestión del Gobierno egipcio.
En Gran Bretaña pleiteó por la exclusividad de sus fotografías. En EE.UU. se convirtió en una excéntrica celebridad, con una difícil relación, en ocasiones, con los patronos del Museo Metropolitano. Al final de sus días, algunas piezas extraídas de la tumba que no figuraban en el inventario fueron discretamente llevadas al Museo del Cairo.
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