El triunfo de la mediocridad
Giordano Bruno fue quemado por afirmar que había infinitos mundos. Siglos después se han visto centenares de exoplanetas, aunque no hay indicios de vida inteligente extraterrestre
La revolución copernicana alteró el modelo. Conocido es que situó al Sol en el centro de un Universo finito, y relegó a la Tierra a un papel secundario. Ya no estábamos en el centro de todo ni éramos especiales en nada. Algunos fueron más allá de los postulados del precavido astrónomo polaco, como el italiano Giordano Bruno: el Universo era infinito, como infinito era también el número de mundos habitados girando en torno a infinitos soles. El concepto de Bruno no era en sí mismo herético. Fue propuesto en 1584, cuatro décadas más tarde que el modelo de Copérnico, y ya para entonces el danés Tycho Brahe –el astrónomo más reputado de su tiempo– abogaba por su propio modelo a caballo entre Ptolomeo y Copérnico. La Iglesia no se pronunciaba todavía con vehemencia sobre cuestiones astronómicas, pero sí lo hacía –faltaría más– con las teológicas. Bruno negó a Dios como creador trascendente y eso le llevaría a la hoguera por herejía. Sin ningún miramiento, fue quemado vivo en Roma en el año 1600.
O no. Las contradicciones acerca de la validez de esta suposición son muchas. Dejando de lado las especulaciones sobre posibles visitas de extraterrestres a nuestro planeta (ufólogos abstenerse), la primera objeción en aparecer fue la religiosa. Aunque hoy la Iglesia admite abiertamente la posibilidad de vida inteligente en otros mundos –Dios es omnipotente y los seres humanos no somos nadie para poner límites a lo que hace o deja de hacer el Creador–, no por ello faltó la controversia: ¿Cristo murió por los pecados de nuestra humanidad terrícola, o por los de todos los posibles seres del Universo? ¿Se encarnó en todos los mundos? A lo largo de los siglos, un buen número de filósofos y teólogos han buscado respuesta a éstas y otras preguntas no menos chocantes para los creyentes. La paradoja anterior enlaza con otras cuestiones similares, sean o no válidas para los creyentes. El “Principio de Mediocridad” puede ser una suposición tan razonable como útil, pero en su esencia asume que el resto del Universo tiene que parecerse mucho a nuestro mundo. El propio Carl Sagan, el mayor impulsor contemporáneo de la idea, admitió abiertamente que la aplicación de este Principio en la búsqueda de vida extraterrestre era, en lo fundamental, un “acto de fe”.
Carl Sagan está considerado por muchos como el astrónomo más influyente del siglo XX, no tanto por lo que hizo o dijo, sino por cómo lo dijo e hizo. Divulgador excepcional, supo sacar partido –siempre en beneficio de la ciencia– de la explosión audiovisual de su tiempo. Junto con otros notables científicos, como Frank Drake, encabezaría el conocido movimiento SETI (acrónimo de Search for Extraterrestrial Intelligence), que pondría en marcha la primera búsqueda sistemática de señales de radio provenientes de otros mundos. Sagan, aupado por la opinión pública, obtendría una notable financiación tanto estatal como privada para sus propósitos, y su obsesión con la existencia de vida inteligente extraterrestre nunca dejó de ser un auténtico quebradero de cabeza para muchos de sus pragmáticos y realistas colegas científicos en la NASA. Lejos de ser quemado en la hoguera, Sagan fue elevado a los altares. Algo habíamos avanzado.
No somos el centro del Universo, ni la Tierra ni
el ser humano son especiales. En consecuencia, la vida extraterrestre
será moneda común en el vasto Cosmos
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